♦ ?s i^♦> -^ ■ ^^^^v^ V^ 'J^^^ ' V-X^' f s.'- '^í^i /.aJ^^ ^^w-^^ * S.J»- ♦v-v^a I* «i < * v<^ :• e^ V ** i r» *i - i •v^;r^^. TRAVIATISMO AGUDO * Es propiedad. Queda hecho el depó- sito que marca la Ley. Imp. de V. Rico.-Paseo del Prado, 3».-MADRID -ES4trntr JOAQUÍN BELDA TRAVIATISMO AGUDO NOVELA ]^- U -2 5 BIBLIOTECA HISPANIA «>• 4.— MAMUa OBRAS DEL AUTOR La suegra de Tarquino (5.* edición). ¿Quién ¿5?zs/>^;'ó? (2.^ edición). Memorias de U7i suicida (2.* edición). Saldo de almas (2.* edición). La Farándula (3.^ edición). La Piara (2.^ edición). AlcibiadeS'Club (2.^ edición). El picaro oficio. La Coquito (5.^ edición). Una mancha de saiigre (2.^ edición). Aquellos polvos... (2.^ edición). Más chulo que un ocho (2.^ edición). Carmina y su novio. Las noches del Botánico, (2.* edición). La pregunta de Pilatos (2* edición). Meynorias de un sommier (2.* edición). Las chicas de Terpsicore (2.^ edición). Un pollito ^bieny. Traviatismo agudo (2.* edición). El alumno interno. La Diosa Razón. La bajada de la cuesta, TRAIDUCCIONES La Piara, directa al alemán con el título Saubande. Casa editorial Haas. Berlín, 1917. A Leticia vino a sacarla de su sueño un golpecito suave que sintió en el vientre, como si dieran en él con una pelota de goma. Era una de las piernas de la cria- tura, que se despertaba siempre así, con variados ejercicios de gimnasia sueca. Con los ojillos abiertos esta- ba un buen rato, hasta que por fin, sintiendo la necesidad de hacer rui- do, estallaba en una llorera que ve- nía a ser como el toque de diana del tierno organismo. La madre abrió los ojos a su vez y dio un beso en la frente del chico: éste de ahora, y el que le daba al JOAQUÍN BELDA dormirse por la noche, eran los dos exclusivos que le administraba du- rante el día; a los chicos no era bue- no besuquearlos mucho ni agobiar- les con caricias. Al menos eso decía su médico, el gran Becerro de Ben- goa, gracias al cual el hijo y la ma- dre estaban aún en el mundo. El cachorro había nacido quince días antes, y Leticia^ para quien aquel primer embarazo— ¡y último, lo juraba!— había sido el primer tro- piezo grave de su existencia, empe- zaba ahora a reponerse de él a fuer- za de paciencia y de cuidado. La vida volvía a ella poco a poco, como si para dársela a aquella especie de chorizo de Pamplona que tenía en- tre sus brazos hubiera tenido que desprenderse de la suya propia. TRAVIATISMO AGUDO Se despertaba hoy tranquilo el pe- queño y sin ánimos de batalla: con los ojos muy abiertos y fijos en el espacio, parecía mirar un panora- ma imaginario que cautivase toda su atención. Indudablemente, él veía algo que hubiera sido inútil averi- guar: con las manitas apretadas se daba de vez en cuando unos golpes en la cafa, sin salir por eso de su éxtasis. Aprovechando la calma de aque- lla hora, la madre le contemplaba a la tibia luz solar que entraba por el balcón semiabierto. En aquella carita sonrosada, que los primeros días parecía un bollo en cuya masa hubieran dado unos pellizcos—la nariz, los ojos, la bo- ca. •.—iban ya dibujándose rasgos 8 JOAQUÍN BELDA propios, como si un escultor apro- vechase las horas de sueño del in- fante para modelar sus facciones. Leticia las miraba, las estudiaba una a una, por ver si entre todas la aj^udaban a descifrar el enigma. La nariz.., ¡Oh!, en eso no cabía duda: lo había visto muv claro desde el primer día: la nariz era la de Javier Somorrostro, recta, un poco dilata- da por abajo, graciosa en su dibujo como la del viejo amigo. La boca, en cambio, grande, de labios grue- sos, babosa siempre, era la misma boca de Pepe Ángulo, el joven du- que, famoso entre las piculinas de postín por sus finas labores de orfe- brería lingual; tan iguales eran, que no parecía sino que Pepe había en- cargado una miniatura de la suya TRAVIATISMO AGUDO — como esos retratos pequeños que se hacen para dijes— y se la había colocado al chico debajo de la nariz. La madre se fijaba ahora en los ojos: el chiquitín, como si quisiera facilitar el examen, los abría aún más, mirando siempre a la imagina- ria figura que para él sólo se movía en el espacio. Eran dos cuentas de azabache, grandes, relucientes, ocu- pando casi toda la- córnea; un par de ojos glotones, de esos llamados de aceituna, que parecen querer abarcar el mundo con una sola mira- da. Leticia conocía muv bien otros ojos así. ¡Vaya si los conocía! Casi se los sabía de memoria. Eran los de Alfonso Simancas... A punto había estado de perderse por ellos en los comienzos de su carrera, tirando un 10 JOAQUÍN BELDA porvenir por la ventana, y ahora el destino se los volvía a poner delan- te en un ritornelo poblado de año- ranzas. Pues, ¿y las orejas? Eran las dos orejas de pámpano de Juanito Villo- das, que parecían, saliendo rectas del cráneo, como los guardabarros de la cabezota. El color de los po- cos pelos que el crío tenia en ella era exacto al de la cabellera de Ju- lio Santurce... antes de que Julio se tiñera con aquellos potingues endia- blados que le traín de Berlín. De los seis lunares que la criatura tenía es- parcidos por el cuerpo, dos eran de Tomasito Landárraga— el del omo- plato y el de la cadera izquierda—; otro pertenecía por derecho propio a Casimiro Fuentivalle, y el muy la- TRAVIATÍSMO AGUDO ll drón de Casi había venido a colocar el sello en cierto paraje del cuerpo de la criatura, ahora diminuto y en agraz comoun gusanillo de luz, pero que con el tiempo— ¡había que espe- rarlo!— adquiriría frondosidades de cedro del Líbano. Los tres lunares restantes, situa- dos en la espalda, eran lo único que del cuerpo de la madre había pasa- do al del hijo. Claro que ella no po- día abrigar sospechas matuteras res- pecto a su maternidad; cuando se ha llevado dentro de la barriga duran- te nueve meses un objeto se adquie- re alguna certeza, a pesar de todos los escepticismos. Como se ve, el resultado del exa- men no era para sacar de dudas a nadie. Aquel chiquitín era hijo de 12 JOAQUÍN BELDA Leticia, pero. .. ¿de nadie más? No es que a ella le importase mucho la averig-uación: sabía que era un tro- zo de su carne, y con ello tenía bas- tante; pero la mujer es siempre cu- riosa por temperamento, y la buena madre habría gozado descifrando aquel enigma, por lo menos tanto como gozaba al enterarse de cual- quier chisme del oficio. La Naturaleza había querido ofre- cerle en el cuerpo del hijo una espe- cie de compendio de su vida pasada; así el chico sería un recordatorio y un remordimiento. Imposibilidad material no había de que cada uno de aquellos amigos fuese el padre; precisamente por los días que pre- cedieron a los comienzos del emba- razo había ella tenido que ver con TRAVIATISMO AGUDO 13 todos— unos detrás de otros, ¡natu- ralmente!—; cada uno aislado podía serlo; lo difícil es que lo fueran to- ados, pues no es costumbre constituir sociedades anónimas para la prác- tica de la paternidad. Y Leticia, que tenía a veces deli- cadezas de priora, había dedicado dos horas a la meditación, cuando tres días antes, la víspera del bau- tismo del nene, su hermana y Mano- lo le plantearon el problema: —Bueno, y ¿cómo se va a llamar el chico? Ella hubiera querido que llevase el nombre de su padre; del apellido no se preocupaba mucho. En la du- da, pensó que la criatura, como ha- cen los vastagos de los reyes, lle- vase una ristra de patronímicos: Ja- 14 JOAQUÍN BKLDA vier, Pepe, Alfonso, Juan, Julio, To- más y Casimiro. Pronto volvió de su acuerdo. ¿No sería aquello una injusticia y tal vez, una ingratitud? ¿No habría en la ris- tra omisiones lamentables? Porque, ¿quién aseguraba que sólo aquellos siete varones habían contribuido a la elaboración del mosaico?... Leti- cia tenía muchos amigos, siendo como era la golfa de más postín en Madrid, y para determinar todas las posibles colaboraciones habría he- cho falta examinar con una lupa todo el cuerpecito del catecúmeno; de los varios trillones de células de que se componía todo él, ¿no habría también sus correspondientes trillo- nes de autores? Si en un momento dado hubieran TRAVIATISMO AGUDO 15 de presentarse ante el público, ¿no saldrían cogidos de la mano en ca- dena interminable, como los autores de esas obras de género chico que se escriben y cobran en cuadrilla? De poner al chico los nombres de todos, la lista seria interminable. Felizmente, la Iglesia, sabia siem- pre, había previsto este caso, esta- bleciendo la fiesta de Todos los San- tos, que los fieles celebramos el día l.^ de Noviembre. Fué un rayo de luz para Leticia; el chico se llamaría Santos, Santi- tos, y así quedaba bien con todos. El nombre no era feo, y el día ante- rior había caído sobre la frente del rorro entre las purezas del agua bautismal. Santos Robles, que era el apellido 16 JOAQUÍN BELDA de la madre; con eso 5^a podía andar por el mundo, y si algún día se per- día en la calle, con dar a un guardia sus nombres y las señas de su domi- cilio, estaba todo arreglado. Lo importante era llamarse de al- guna manera. Había pasado un mes y Leticia, sin prisas para reanudar su vida ordinaria, continuaba encerrada en casa, atenta al cuidado de su hijo. Santitos, más gordo y colorado cada día, lo llenaba todo con su di- minuta persona, consagrada por en- tero al ejercicio de dos funciones: llorar y alimentarse. El ama, una campesina gordota y fresca traída del propio Tolosa, hacia cada vein- ticuatro horas nuevos progresos en la obra de penetración pacífica que había emprendido para hacerse la verdadera dueña de la casa. Leticia no recibía más visitas que 2 18 JOAQUÍN BELDA las de Manolo, modelo de asiduidad como el panadero y el lechero, y las de esas otras damas que, como la hiedra, viven al arrimo de las pi- culinas de postín: prenderas, corre- doras de alhajas y de otras cosas, peinadoras. . . Alguna vez el timbre del teléfono, colocado en la alcoba, repiqueteaba con insistencia; acudía la convale- ciente, y durante unos minutos sos- tenía con el aparato uno de esos diá- logos que, oídos a distancia, pare- cen el divagar incongruente de un maníaco . —Hola. — "^ . • . —Bien, ¿y tú? *^^— • . • — Muy bien. TRAVIATISMO AGUDO 19 — Ya, ya... """ • • • —Pues nada. • • • —¿A quién? ""*"" • • • —¿Qué bruto eres? "^"^^ • • • — Ah, ¿sí? ^~~~ • • • — Ya te avisaré. • • • —¡Ya... va! "^"^ • • • —No hombre, todavía no; aún no estoy seca del todo. • • • —Porque se puede. 20 JOAQUÍN BELDA —Colón, 34. "^^ • • • —Adiós, borrico. Se veía que trataba con cariño al interlocutor. Era uno de los siete, o de los catorce, que desde el Casino o la Peña se creía en el deber de pregun- tar por la salud de la madre y del hijo. Ella, por instinto, que es el que salva siempre a estas criaturas, más brutas de lo que el vulgo cree, se había guardado muy bien de de- cir a ninguno de ellos: «Mira, Fula- no, el chico es tuyo. ¡Si lo sabré yo!» La confidencia se quedaba para el momento oportuno; cuando a so- las con el elegido en la alcoba, y después de un prólogo más o menos romántico, la revelación cayese en terreno propicio. TRAVIATISMO AGUDO 21 Y ellos, por su parte, al enterarse de que la Leticia había tenido un chico, experimentaban esa sensa- ción de indiferencia del sujeto que ha pasado entre otros cien por una esquina donde se ha cometido un crimen misterioso. Entre tantos, no van a sospechar de él precisamente. Una tarde, ya mediado Enero, Leticia, sentada a la parte adentro del balcón de su alcoba, miraba mo- rir el día en la calle: tímidamente se encendían las luces de algunos es- caparates, y los tranvías empezaban a circular con los faroles encendi- dos^ como luciérnagas gigantes. En el cielo, que se veía desde allí por entre las casas de la calle de Serra- no, había aún bastante luz. A estas horas la famosa horizontal se ponía 22 JOAQUÍN BELDA casi siempre un poco triste, y en es- tos días esa melancolía plácida que da siempre la convalecencia era un motivo más de laxitud, que llevaba al cerebro ideas de renunciación. A su lado, casi hundido entre las ropas de la cuna, Santitos descabe- zaba el quinto sueño del día; el ama^ allá en la cocina, aprovechaba la forzada ociosidad para hacer la ter- cera merienda de la tarde. La cara del cachorro era lo único que se veía entre las espumas del di- minuto lecho: colorada como siem- pre, parecía que toda la luz del cre- púsculo acudía a reflejarse en ella, dando a la piel un brillo inusitado. La madre lo contemplaba en una especie de éxtasis; había renuncia do a descifrar el enigma, y ya era TRAVIATISMO AGUDO 23 cada vez más raro en ella aquel aná- lisis de las facciones, que a nada práctico conducía. Era su hijo, y con eso sabía bas- tante. Nunca creyó tenerlo, y aún no se explicaba por qué descuido, por qué abandono inusitado había florecido aquello en sus entrañas. Siempre había tenido un santo ho- rror a los chicos; el sentimiento de la maternidad, que, según los poe- tas, es innato en toda mujer, estaba por lo visto en ella atronado o per- vertido. Para la práctica de su ofi- cio un hijo le parecía un estorbo y una complicación, y he aquí cómo a los treinta y cinco años de edad y después de quince de sabias precau- ciones , el estorbo se presentaba como un viajero que llega con retraso. 24 JOAQUÍN BELDA Los meses de embarazo habían sido para ella y para los que la rodeaban un martirio continuado: cambios constantes de humor, his- terismos repentinos, dificultades para la alimentación y el sueño, habían convertido a la pobre Leti- cia en un ser molestísimo y antipá- tico, a cuyo lado sólo resistían los que por obligación habían de hacer- lo: su hermana, las criadas y Ma- nolo. Este último había sido su verda- dero enfermero; mejor dicho, su lo- quero. Los amigos habían ido hu- yendo de la casa poco a poco; iban a ella a pasar un rato agradable, y de ningún modo a aguantar las impertinencias de una pobre loca; para eso, el que más y el que menos TRAVIATISMü AGUDO 25 ya tenía bastante con las delicias de su propio hogar. Pocos días antes de presentarse los primeros síntomas, Leticia ha- bía reñido de un modo canallesco con el buenazo e infeliz de Fabio, el opulento anciano que, desde ha- cía cinco años, era el amigo oficial y sostenedor de la casa. La ruptura había sido tan violenta, que él no volvió ni a acordarse de que Leticia existía, y ésta se hubiera encontra- do sola durante toda la enfermedad a no ser por aquel faldero de Mano- lo, que, por lo visto, había nacido para eso. Al recordar ahora los meses pa- sados, que con sus episodios le pa- recían cosa de sueño en los que su voluntad no hubiera intervenido 26 JOAQUÍN BELDA para nada, Leticia pensaba en aque- lla asiduidad, del joven, que había llegado a ser como un mueble más en la casa... Y por asociación in- consciente de ideas fijóse aún más en la cara del hijo, que seguía dur- miendo como un bichejo. Miraba ahora el rostro en su tota- lidad, en su conjunto, como el artis- ta que, después de haber aquilatado y desmenuzado los detalles de su obra uno por uno, se aleja de ella para ver mejor a distancia el efecto general. Aquella cara... Fué una idea que brotó en su cerebro y que desapareció en seguida de puro ab- surda, pero que no tardó en volver paragrabarse ahora con más fuerza. Bien pronto fué una obsesión que apagó todas las demás. La golfa cía- TRAVIATISMO AGUDO 27 vó los ojos en el rostro del peque- ñiielo, y puesta de pie casi involun- tariamente, fué corriendo a una me- sita que en el gabinete contiguo a la alcoba había. De uno de los di- minutos cajones de la parte supe- rior sacó una llave no ma)''or que una lenteja, y abrió con ella el cajón que había debajo del tablero- Revolvió en él unos momentos, y al cabo de ellos tropezó con lo que buscaba: un priquete de papeles ata- tados con una cinta rosa, a la que el tiempo había descolorido. Aquel cajón era lo que Leticia llamaba su osario: una amalgama de recuerdos, de pequeños capítulos de su vida, escritos en cartas v en objetos diversos— flores marchitas, rizos de pelo, menús de comidas 28 JOAQUÍN BELDA pantagruélicas^ botones de calzon- cillos...— que tenían un marcado sa- bor de hojas secas. Había allí de todo: remembranzas agradables unas, vergonzosas otras, que ella guardaba por igual, como sabiendo por instmto que la vida es siempre un mosaico, en el que cada pieza tiene su lugar marcado. Desató el paquete nerviosa, con prisa por llegar a la confirmación de la sospecha o al desengaño. Fué apartando unas cartas escritas en forma de enrejado, unos billetes del teatro, 5^, por fin, envuelto en un papel de seda que olía a tabaco de precio, apareció un retrato de un bebégordito. lia golfa fué con él junto a la cuna de su hijo y clavó alternativamente tRAVIATISMO AGUDO Ó9 miradas ansiosas en la figura de carne y en la de papel. El parecido, mejor aún, la igualdad, era asom- brosa. ¿Podría dudarlo?... En la es- palda de la cartulina decía escrito con lápiz: «Manolo a los dos años de edad». Leticia echóse a reir con estrépi- to. ¡Torpe! Pero, ¿cómo no lo había visto antes? Santitos era el vivo re- trato de Manolo; podía decirse que, las caras de ambos eran dos copias de un mismo original. El crío podría tener la nariz de Mengano, la boca de Zutano y la barbilla de Perencejo; pero lo cierto era que el conjunto formado por to- dos esos elementos de procedencia tan diversa, era una cara iguala la de su joven y resignado amigo, 30 JOAQUÍN BELDA como dos piezas fabricadas en el mismo molde. Aquel retrato se lo había dado el muchacho al poco tiempo de cono- cerla, y era la verdad que, hasta ahora, ella no lo había vuelto a mi- rar. Fué la idea repentina, la reve- lación brusca que momentos antes la asaltara contemplando el rostro dormido de su hijo, la que le hizo acordarse de él . Ya estaba, pues, descifrado el enigma; ya tenía padre la criatura. Y la duda, que parecía iba a ser eterna, se había resuelto como se resuelven a veces muchos grandes conflictos: por sí solos. Fué la madre a seoultar de nuevo el retrato en su tumba y... quedó parada con él en la mano, en el cen- TRAVIATISMO AGUDO 3l tro de la alcoba. Por un momento le pareció que el cerebro se le va- ciaba. El absurdo era tan enorme, tan gigantesco, que estuvo a punto de hacerla perder la conciencia. Santos, hijo de ella y de Manolo... Pero, ¿cómo podía ser aquello? Unos golpecitos que sonaron en la puerta no tuvieron tuerza para sacarla de su abstracción. Se repi- tieron, y como Leticia no contesta- ba, alguien abrió la puerta y pe- netró . Era la hermana, la espiritual y delgadísima Rosalía, portadora de un vaso de leche para la convaleciente. Se alarmó al ver a Leticia como en éxtasis, de pie en el centro de la estancia. —¿Qué te pasa, mujer? — ¡Ah! ¿Eres tii?... Nada, el chico está durmiendo. Recobróse, haciendo un esfuerzo, y fué a guardar el retrato. Cuando volvió, la hermana, inclinada sobre la cuna, contemplaba al pequeño, que seguía durmiendo como un ca- chorro. Leticia acercóse también y le dijo: TRAVIATISMO AGUDO 33 —¡Fíjate bien! ¿Con quiéa le en- cuentras tú parecido? —Mujer, contigo. ¡Qué cosas tie- nes! —Pero... ¿con nadie más? —Yo, no. La golfa hizo un mohín de disgus- to. ¿Se trataría de una alucinación suya? Quiso probar otra vez. — Mira: cuando venga Manolo, que ya no puede tardar, fíjate en su cara. Rosalía se quedó en ayunas. — ¿Para qué? —Para que te enteres cómo la tiene. —¡Qué graciosa! A ver si te crees que no lo sé . — Por lo visto, no. Ahora la hermana comprendió. 3 34 JOAQUÍN BELDA Primero echóse a reir, y luego la cosa le produjo una ligera indigna- ción. Eso de que su sobrino fuese hijo de un pelanas como Manolo, no po- día ella admilirlo ni en hipótesis. Se había hecho la ilusión de que Santi- tos resultas» a la postre hijo de un duque o marqués, de cualquiera de aquellos peces gordos que se revol- caban con tanta frecuencia en la al- coba de su hermana, y cuyos... resi- duos tenía ella que lavar casi a dia- rio. El padie dotaría al chico, y nada iría peft'diendo la familia con ello. Pero ¡hijo de Manolo! Pues vaya un negocio. ¿Para eso había estado ella asistiendo a Leticia antes del parto, en el parto y después del par- TRAVIATISMO AGUDO 35 to? ¿Para eso se había pasado doce noches sin dormir? Por si acaso llegaba a tiempo, quiso quitarle aquella idea de la ca- beza a su hermana. —Chiquilla, tú estás loca. ¿De ve- ras le encuentras parecido? Fíjate bien y verás cómo no hay nada de eso. iPues sí que le has buscado buen padre a tu hijo! La otra, con uno de aquellos im- pulsos violentos que eran el distin- tivo de su carácter, púsose hecha una furia y empezó a insultarla. —Oye: ¡cochina!, ¡indecente! ¿No te da vergüenza hablarme así? ¡Qué bien me agradeces el pan que te co- mes en esta casa! Mis hijos tienen el padre que a mí me da la gana... No creo que Manolo sea peor que el « 36 JOAQUÍN BELDA chulo ese que te ronda a ti la calle por las noches. Rosalía, que de memcria se sabía la papeleta, hizo lo que hacía siem- pre que su hermana se ponía así: quitarse de en medio sin decir pala- bra. Después de la enfermedad, du- rante la cual fueron el pan nuestro de cada día, aún no le había dado ning"ún arrechucho de aquellos; por lo visto, éste iba a ser el principio de una serie, y la chica dejó el vaso de leche sobre una de las mesillas de noche, y salió. Leticia siguió gritando un buen rato, y al verse sola pensó que sería prudente callar. Volvió a sentarse junto a su hijo, casi a tientas, pues ya era noche cerrada, y la hermana, al salir, había apagado la luz. TRAVI>»TISMO AGUDO 37 En realidad, no es que le hubiera molestado lo dicho por su hermana; había chillado por necesidad fisioló- gica de desahogar su rabia, una ra- bia contra sí misma, al no poder descifrar este nuevo enigma de aho- ra, más complicado que el anterior. Santos... hijo de Manolo... ¿Pero cómo podía ser esto, si ella y Mano- lo... no habían hecho nunca más que hablar? Algún beso furtivo que otro y nada más. ¿O era que también las personas, como los galápagos, se embarazan con la mirada? Nadie, fuera de los dos, lo sabía, y nadie tampoco lo hubiera creído. Al ver a Manolo a todas horas en la casa, al ver la confianza que entre los dos había, cualquiera pensara que ambos habían llegado hacía 38 JOAQUÍN BELDA tiempo... al término del viaje. Sobre todo no siendo ella la casta Susana. Ni aun jurándolo la hubieran creí- do. Y, sin embargo, era verdad, una de esas verdades con toda la apa- riencia de mentiras, que casi llegan a serlo en la realidad. Cuando Manolo entró por prime- ra vez en su casa— tres años hacía de ello— llegó decidido a todo. Lle- vaba una temporada persiguiéndo- la, asediándola materialmente en teatros 5^ paseos; ella no había hecho más que animarle con la mirada, y una noche de Junio, como Leticia to- mase el fresco al balcón, lo vio pa- rado en la acera mirándola con ojos muy lánguidos. No se habían hablado nunca, v fué él quien rompió el hielo: TKAVIATISMO AGUDO 39 —¿Espera usted a alguien? No le contestó al principio, no de- bía hacerlo, pues al fin y al cabo se trataba de un desconocido. Pero ha- bía tal ternura en sus palabras, se transparentaba en ellas tal dejo de sú- plica, que, casi sin querer, replicó: —No... ¿Y usted? —Yo sí; pero lo que yo espero no llegará nunca. —¡Caray! ¿Tan lejos está? — Para mí como si estuviera en la Luna. Siguieron hablando un rato en ese lenguaje un poco de charada y, al fin, como ella hiciera ademán de re- tirarse dentro, él tuvo un rasgo audaz: metióse en el portal, subió raudo las escaleras v llamó en el piso. 40 JOAQUÍN BELDA Leticia le había visto entrar, y no queriendo que su hermana ni las criadas sé enterasen, salió ella mis- ma a abrir. Fué cuestión de un momento. Ella, meJio enfadada y medio rien- do, le llamó loco y le preguntó qué quería; le dijo que se marchara para no comprometerla gravemente; mas como el joven no quería, compren- dió que tenerlo en la escalera resul- taba peor. Podía bajar o subir al- guien, y para evitar que lo vieran lo dejó pasar. Solos en un gabinetito, él se des- bordó. Todas las frases, todos los pensamientos construidos en los días de la espera, le vinieron a la boca de repente. Estaba loco por ella, y si no le quería estaba dis- i TRAVIATISMO AGUDO 41 puesto a pegarse un tiro. Como se ve, no era muy original en sus ardo- res; a la palabra acompañaba la ac- ción, y como esos soldador que van alojados a un pueblo y no gastan de perder el tiempo, quería que Leticia se le tumbase allí mismo, porque él... no podía más. Leticia, aunque acostumbrada a ciertos achuchones, que eran toda la poesía de su oficio, se alarmó un poco ante tanta premura. ¿Es que aquel muchacho tenía que irse de allí a la estación y temía perder el tren? Si cedía, ninguna diferencia habría entre ella y esas desgracia- das de las casas públicas que lo ha- cen por telégrafo. El mismo, des- pués de pasada la calentura del mo- mento, ¿qué concepto formaría de 42 JOAQUÍN BELDA una mujer que tan fácilmente se en- tres^aba al primer desconocido que llamaba a su puerta? Tal idea dióle fuerzas bastantes para resistir y salir indemne del asalto. Cuando va lo vió más calma- do, le dijo: —Vamos, hombre, sé formal, o no vuelves a entrar más en esta casa. Para él aquellas palabras fueron como rocío del cielo: ellas querían decir que si era dócil, si obedecía, la puerta del piso de Leticia se abriría ante él siempre que quisiera. Y eso era mucho, casi era todo: era la esperanza indefinida, el con- tacto diario y la entrevista con aquella mujer que ahora, de cerca, parecíale más apetecible que vista TKAVIATISMO AGUDO 43 de lejos. Lo demás ya se le daría de añadidura; era cuestión de tiempo y de ocasión propicia. Pero pasaron los días y los meses, y la ocasión no se presentaba. Por fin pasó un año; Manolo entraba a diario en aquella casa, recibía las confidencias de Leticia, alegrábase con sus aleo:rías v entristecíase con sus penas; era su consejero, algunas veces su mozo de recados y su alca- huete. Pero... siempre que plantea- ba la cuestión recibía idéntica re- pulsa. Ella se ponía muy seria, se dignificaba, y le decía, entre supli- cante y ofendida: — ¡Hijo, por Dios! Parece menti- ra... Sé formal, o voy a tener que dejar de verte. Con el tiempo, Manolo desistió en 44 JOAQUÍN BELDA absoluto de su manía. Entraba, daba un beso a su amiga, hacía lo mismo al despedirse, y... nada más. Parecían dos amantes que en un momento de aberración mística hu- bieran hecho voto de castidad. El joven, aunque habituado al fin a aquella abstinencia, reflexionaba a veces sobre ella, sin llegar a ex- plicársela; se encontraba en una si- tuación igual a la del individuo que lo encerrasen en una despensa pro- hibiéndole tocar a los comestibles. Lo que le producía cierta amargura era que para saciar el hambre mu- chas veces, tenía que entablar diá- logos carnales con mujeres de la calle al salir de casa de Leticia; la cosa era sarcástica, pero inevita- ble. TRAVIATISMO AGUDO 45 Un día la golfa, mientras toma- ban el café después de la cena, so- los los dos en el comedor, le dijo: —Oye, ¿sabes que estoy embara- zada? La respuesta fué una carcajada de él, gracias a ia cual estuvo a punto de derramar su taza. —No, no te rías; desgraciadamen- e es verdad. —Pero... — Mañana por la tarde voy a ir al médico para que me desengañe de una vez; pero hoy ha estado aquí Sal- vadora, la comadrona, me ha reco- nocido y me ha dicho que sí. — Estaría borracha. — ¡Ojalá! —Bueno, pero... ¿y cómo ha sido eso? 46 JOAQUÍN BELDA —Pues hijo, como son esas cosas. Tanto va el cántaro a la fuente... Manolo se mordió los labios para impedü' que le saliera la pregunta que ya tenía en ellos. Comprendió que hubiera sido ridículo preguniar por el autor de la hazaña. Ella no lo sabía; pues, de lo contrario, se lo habría dicho ya. La cosa le produjo extrañeza a medida que fué después reflexionan- do sobre ella. Él veía en Leticia a la amig'a, a la mujer, a la hembra, mejor; pero no a la madre. Le parecía que para serlo haría falta algo que ella no había tenido nunca; una cosa así como la vocación, que es don del Cielo. La Naturaleza en este caso, como en otros muchos, mostraba la TRAVIATISMO AGUDO M gracia de sus paradojas. Porque, en virtud de una de ellas, esas muje- res que... padrean a diario no sue- len ser madres casi nunca. ¡Un chico! Para él la novedad re- presentaba un mueble más en la casa, siendo así que sobraban tan- tos. ^ Y este chico— Leticia se abisma- ba cada vez más en el absurdo— re- sultaba hijo de él, del hombre que era acaso el único, entre todos sus amigos, que no la había perforado ni en sueños. Desde su rinconcito de la alcoba oyó el timbre de la puerta. Segura- mente era él. En efecto; al poco oyó sus pasos por la casa. Abrió la puerta de es- cape, y dijo antes de pasar: 48 JOAQUÍN BELDA —¿Estás aqui? -—Sí; pasa... pasa... —¿Cómo estás a obscuras? —Para que no despierte el pe- queño. Manolo bajó la voz mientras avanzaba a tientas. —¿Lo tienes aquí? -Sí. —Chiquilla, no veo ni gota. —Enciende si quieres. Ya se des- pertará pronto. Pero el visitante había visto ya sobre el fondo de los cristales del balcón la silueta de la madre y de la cuna en que reposaba el hijo. Fué a ella y, como de costumbre, dióla un beso en la frente. En la obscuridad notó que le acogía con más efusión que de ordinario, abra- TRAVIATISMO ACUDO 49 zándose a su cuello, prodigándole caricias^ haciéndole mimos, y todo ello en silencio^ sin duda para evi- tar que el cachorro despertase. La cosa fué tan lejos, que Mano- lo, por un momento, creyó que ha- bía llegado ¡después de tres años! el momento crítico. Para no des- aprovecharlo, hizo algo más que dejarse querer: a las caricias co- rrespondió con otras, a los mimos con sobos intensificados. Sin darse cuenta habíanse puesto los dos en pie. Manolo la había abrazado por el cuello y le decía unas frases muy raras, metiéndole materialmente la boca en uno de los oídos. Ella había adoptado una ac- titud pasiva, de franca entrega; poco a poco, andando como sonám- 4 50 JOAQUÍN BELDA bulos, iban los dos hacia la- cama, que les aguardaba al fondo de la estancia, oculta bajo el manto de sus cortinas en dosel. Era indudable: el momento había llegado. Ya la tenía Manolo apoya- da contra el borde del lecho, cuan- do un gemido, un hipo continuado y escandaloso llegó hasta ellos del otro extremo de la habitación. Era Santitos, que despertaba, y con sus berridos parecía decirles: — ¡Por Dios, señores, queestoy yo aquí...! Leticia, como si le hubiera picado un tábano, desprendióse de los bra- zos de Manolo, y fi^corriendo a la cuna. Todo el fuego con que antes ha- bía acariciado al amigo, lo emplea- iü 'ú TRAVIATISMO AGUDO 51 ba ahora en acallar v contener al hijo. Y hasta podía decirse que, por la fuerza de la costumbre, las cari- cias eran las mismas. Pasada con creces la cuarentena, Leticia reanudó su vida de siem- pre. Volvía a ella con más fuerza, con mayores bríos, y hasta si se quiere, ennoblecida por un gesto amargo que el sufrimiento había grabado en su rostro. En medio del desorden de sus días y de sus noches— de éstas sobre to- do— había un cierto método en su vida. Levantábase tarde, muy tar- de, y sólo rara vez salía de casa por las mañanas; cuando lo hacía era siempre a pie, y únicamente para hacer unas compras en los co- TRAVIATISMO AGUDO 53 mercios de la Carrera o de Ceda- ceros. Comía siempre sola, es decir, sentábase a la mesa y la doncella hacía desfilar por delante de ella una serie de platos a los que Leti- cia apenas tocaba; era asombroso lo poco que comía; en cambio se atracaba de pedacitos de pan recar- gados de pimienta o de mostaza, y al final, como postre, se echaba al cuerpo un enorme tazón de café puro y muy cargado, en el cual vol- caba siempre dos copas de aguar- diente. Gracias a esos excitantes vivía, con una vida un poco artificial, de estallidos violentos y depresiones, que la dejaban como muerta horas enteras, 54 JOAQUÍN BELDA A media tarde, ya peinada y arre- glada con sus mejores galas, ocu- paba su cochecito — una berlina o lando, según el tiempo, con un pre- cioso alazán que conocía lodo Ma- drid—}^ se iba de paseo, a la parte solitaria de la Moncloa unas veces, como huyendo de la gente; otras, en cambio, al Retiro o la Castella- na, en las horas de más bullicio. Tras el paseo venían las visitas a la modista, a la corsetera, a madame la de los sombreros, o el fisgoneo por casa de alguna amiga, donde se enteraba de los últimos chismes de ese mundo de las piculinas y los ca britos, donde raro es el día en que no ocurre algo sensacional. A estas labores de la tarde les llamaba ella sus horas de trabajo; TRAVIATISMO AGUDO 55 podía decirse que vivía para ellas, pues eran las únicas en que verda- deramente disfrutaba. Lo otro, lo del oficio, era un mecanismo que procuraba despachar todo lo apri- sa que podía, y, en la mayor parte de los casos, sin gusto alguno por su parte. Debido a ello, el castigo mayor que podían darle era quitarle el pa- seo, cuando a algún caprichoso de los que pagaban bien se le ocurría ir a verla a tales horas, previo avi- so. La cosa ocurría con harta fre- cuencia, y la parroquia vespertina era casi siempre de gente seria, hombres casados o que tenían algo que tapar, y que sabían cómo, con- tra lo que dice el refrán, de tarde todos los gatos son pardos. 56 JOAQUÍN BELDA Cenar, cenaba casi siempre con Manolo, y muchas noches iba al tea- tro con la hermana, que hacía en- tonces las veces de señora de com- pañía. A la salida ocurría. . . lo que Dios quería; al llegar esta hora fa- , liaban todos los planes y todos los métodos. Una veces era el señor desconocido que se pasaba la no- che asaeteándola desde las butacas, y acababa mandándola un recado con la florista de tanda o con un acomodador complaciente; otras, el amigo que, desde uno de los palcos de las Sociedades, le hacia un gui- ño expresivo y la aguardaba a la salida; hoy la cena en cualquier res- torán del centro o en los reservados del Casino; mañana la invitación en casa de la amiga, donde había co- TRAVIATISMO AGUDO 57 milona con intermedios de bacarrat y complicaciones de. . . juef^os ma- labares. Como se ve, la vida que Leticia llevaba—igual a la de todas las de su gremio—, si bien no es para que a una mujer la suban a los altares después de su muerte, tampoco vie- ne a resultar ese conjunto de livian- dades y monstruosidades de que el vulgo cree pobladas las horas de l^s sacerdotisas del Amor. Vida aburrida, a pesar de todas las apariencias de holgorio, con sus ratos buenos y su inmensidad de ra- tos malos, con algunas humillacio- nes y bajezas, al lado de contadas satisfacciones de amor propio; una vida como todas las demás. En estos primeros días de su vuel- 58 JOAQUÍN BELDA ta al mundo, Leticia tenía que re- solver un g"rave problema; era algo así como lo que pudiéramos llamar el problema de la estática de la cor- tesana, que si bien tiene por ley de vida vivir a saltos y de flor en flor, necesita un puerto de refugio al que enfilar la proa los días de borrascas. Y ese puerto no es otro que el aman- te fijo, el mantenedor de la casa, el cabrón, como le llaman ellas en su germanía^ que no peca, ciertamente, de inexpresiva. La madre de Santitos había tenido suerte en ello; durante cinco años, el buenazo de Fabio había sido su Providencia, con una constancia y una fe a prueba de sospechas, que hacían de él el cabrón ideal. Con sus sesenta años, que parecían cuarenta TRAVIATISMO AGUDO 59 y cinco, estaba aún fuerte y entero, y mirado de lejos resultaba guapo, con una belleza de caballo perdie- ron que aún actúa de semental. Proveía con largueza, con verda- dera esplendidez, a los gastos de la casa, y a cambio de ello no exigía más que una hora diaria por las tardes, como hombre que sabe que en una hora bien aprovechada se puede crear un mundo. Leticia le recibía con la misma frialdad con que se acoge a diario la salida del sol; sabía que no podía faltarle, aunque de su llegada no es- peraba nunca grandes sorpresas. Fabio, aparte de este ratito diario de lata, sólo exigía a su amante una cosa: que en público no le pusiera en ridículo. El y ella sabían muy 60 JOAQUÍN BELDA bien lo que esto quería decir: nada de bailes, nada de pollos o gallos es- condidos en los antepalcos de los teatros, nada de... chulos, al menos de un modo muv ostensible. No era mucho pedir; pero todo ei mundo sabe el gran encanto que tie- ne lo prohibido. Hacía próximamen- te un año, Leticia, invitada por el diabólico Pepe Ángulo— ¡qué boca tenía aquel pillastre!— fuese con él una noche a cenar en casa de Ca- morra, y tal borrachera cogieron los dos^ que al día siguiente, a las once de la mañana, se paseaban por el centro de Madrid en la chocola- tera del primero. Dieron el mitin; todo el mundo los vio, y Fabio, aquella misma maña- na, dio a su querida el cese. La cosa TRAVIATISMO AGUDO 61 no hubiera pasado de un incidente sin importancia, y el viejo hubiera perdonado al poco tiempo, a no ser porque la fatalidad, en forma de pulmonía, le tuvo por aquel enton- ces dos meses en cama. Cuando se levantó la familia se lo llevó al cam- po y se aprovechó de su debilidad para hacerle romper del todo con aquella mujer; Fabio se enteró de que Leticia estaba embarazada, y tuvo miedo a las consecuencias. En aquellos nueve meses, la gol- fa, sin humor para nada, y sabiendo que no hubiera podido soportar a su lado asiduamente a ningún hombre, no se preocupó de buscarle a Fabio un sustituto. Pero ahora... ¡Las co- sas habían cambiado tanto! Tenía un hijo, es decir, un lazo que la unía 62 JOAQUÍN BELDA con la vida. Ya no era la pájara errante que vuela durante unos años a su antojo, y un día desaparece sin dejar rastro. Ahora no: al morir ella quedaría Santitos en el mundo, y era cosa de que quedase lo mejor posible; la madre tenía que mirar por el hijo, tenía que poner un poco de orden en su vida, y para ello nada mejor que buscar otro Fabio, con la mayor suma de dinero posible. En realidad, no tenía que buscar- lo; se trataba sólo de dar un sí. Pepona, la fiadora, que iba todas las semanas a la casa con alg-una gan^ja nueva— un juego de camisas, unas piezas de encaje, unas colchas, que siempre las vendía una marque- sa—, le había hablado ya tres veces del asunto, desde que la vio en fran- TIÍAVIATISMO AGUDO 63 ca convalecencia. Se trataba del conde de Retamares, Perico Reta- mares, como le llamaba todo el mundo en Madrid, a pesar de sus cincuenta v cinco años. Era viudo, y estaba lo que se dice materialmente podrido de dinero; le había dicho a la Pepona que desde que Leticia salió de su cuidado le gustaba mucho más que antes, y an- tes ya sabía ella que le gustaba un rato largo. La oferta era tentadora: lo que ella quisiera, }' hasta deposi- tado en el Banco si era ese su gusto. Leticia vacilaba. Perico tenía fa- ma de estar más loco que un cence- rro, y esa locura le daba muchas veces por pegarle a las mujeres, cosa que si a ellas les agrada más que el pan frico cuando es el novio 64 JOAQUÍN BELDA el que pega, les sabe a rejalgar si el de los palos es al mismo tiempo el del dinero. Además, maLis lenguas— o buenas, ¡vaya usted a saber! — afirmaban que Perico Retamares no era sólo de dinero de lo que estaba podrido; ello sería acaso una calum- nia; mas lo cierto es que llevaba con mucha frecuencia el cuello entrapa- jado, como con una bufanda anti- séptica. La golfa sabía muy bien que, en todo caso, nada de ello sería obs- táculo para dar el sí; pero quería es- perar, quería conceder a la suerte un nuevo plazo, para que en él se presentase un candidato más agra- dable y que oliese menos a yodo- formo. Ya tres veces le había visto pa- seando por la acera de enfi-ente, y las tres a la misma hora: a esa hora alcahueta del atardecer. Miraba mucho a sus balcones; pero al principio no supo Leticia si las miradas eran para ella o para una niñita muy cursi y mu}^ coqueta que vivía en el piso de arriba, hija de un empleado del Catastro, y que variaba de novio a cada luna nuev^a. Pero una noche fué con su herma- na al Reina Victoria y ocuparon ambas una platea de la derecha; el paseante estaba al pie mismo, en una butaca de pasillo, y se entretu- 5 66 JOAQTJÍN BELDA vo toda la noche en mirarla como en éxtasis, sin atender para nada a lo que en la escena ocurría. Leticia, que lo observaba con el rabillo del ojo, sin atreverse a mi- rarlo de fíente más que muy rara vez, llegó a azorarse por aquella muda adoración del muchacho, tan distinta de la mirada procaz y de de- seo con que la regalaban de ordina- rio los hombres. Apiovechaba los escasos momen- tos en que el chico miraba al esce- nario para examinarlo a su sabor. Como lo tenía allí a sus pies, y a me- nos de dos metros, la tarea no re- sultaba difícil, a pesar de la penum- bra de la sala. Era muy joven: seguramente no habría cumplido los veinticuatro TRAV^ATISMO AGUDO 67 años, y era ¡?uapo, con belleza un poco de niña, pero que ya anuncia- ba su meiamorfosis en algo más va- ronil. Los ojos, sobre todo— - Leticia lo primero que le miraba a los hombres eran los ojos y el bolsillo — , eran de una dulzura muy atrayente, un poco entoi'nados, sin afectación, como esos ojos que suelen poner alg'unas personas en el momento álgido del revuelco amatorio, cuando se mira muy lejos, tan lejos, que no se ve absolutamente nada. A la salida la piculina le entrevio como una sombra, confundido entre el gentío, cuando ella subía a su coche. Ya la tarde siguiente, a la misma hora de siempre, escondióse tras lo 63 JOAQUÍN BELDA visillos del balcón para verle pasear como de costumbre y alzar de vez en cuando la mirada a lo alto. No se lo confesó ni a sí misma, rechazan- do al punto la idea como si fuera grave pecado; mas lo cierto era que experimentó una suave sensación de agrado al confirmar ahora que el ♦ paseante no estaba allí por la veci- nita de arriba, sino por ella. Segura de que no le veía, obser- vábale ahora a su placer. El pollo se paseaba lentamente, deteníase a veces junto a uno de los árboles del borde de la acera, y, en general, te- nía ese aire y ese gesto del hombre que no sabe si lo que está haciendo es una labor útil o una tontería. Al hacerse de noche, el hombre- cito se marchaba, después de volver TRAVIATI5M0 AGUDO 69 la cabeza diez o doce veces en su retirada^ como quien hasta última hora no quiere perder del todo la esperanza. Leticia le vio desapare- cer tras la esquina, y aún se quedó allí en el balcón, mirando a la calle, como si ella también esperase algo hasta última hora. Vino a sacarla del ensimisma- miento la voz de la doncella, que la llamaba desde el fondo del gabinete. —Señorita..., señorita... —¿Qué es? —Este señor...— y enseñaba en la mano una tarjeta. Antes de cogerla, volvió Leticia a preguntar : —¿Y qué quiere? —Ver a la señorita. —¿Verme?... 70 JOAQUÍN BELDA Tomó la tarjeta. En ella decía únicamente en menuda letra de im prenta: El Conde cid Retamares. Quedóse perpleja. Ella conocía a Peiico. Se lo habían presentado hacía mucho tiempo, en un baile; pero ni el conde había estado nunca en su casa, ni habían hablado los dos más de tres veces en la vida. Siempre que se la encontraba, ¡eso sí!, la saludaba muy atento, pero nada más. ¿A qué venía ahora? Ella nada concreto había contestado a las in- sinuaciones de la Pepona en favor de su candidato. . . Mas lo cierto es que allí estaba. ¿Qué debía hacer? —¿Le has dicho que estaba yo en casa? —Le he dicho que no sabía. TRAVIATISMO AGUDO 71 —¿Dónde está? —Le he pasado al salón. Había que resolverse. Negarse a recibirlo acaso fuera desahuciarlo para siempre; y ¡eso no, caramba! Habló en eila el instinto más que la reflexión, y dijo a la muchacha: —Dile que tenga la bondad de es- perar un momento. Fué al tocador, y aun cuando es- taba presentable, procuró arreglar- se aún más. Se dejaría la misma bata, un quimono grana con gigan- tescos pájaros de oro, pues había que dar al visitante la impresión de que se le recibía con toda naturali- dad. Fué el pelo, y sobre todo la cara, lo que disfrutó de nueves cui- dados. Ahuecóse los cabellos sin desha- 72 JOAQUÍN BELDA cer el peinado de moño bajo y ban- dos ondulados, que conocía todo Madrid, y dióse brillo en ellos hasta dejarlos como dos piezas de metal. Aíjrandóse con el lápiz los ojos, y dio también carmín a sus labios, después de haberse enjua^^ado la boca con aj^ua dentífrica. Miróse al espejo; estaba como para aguantar un choque. Antes de ir al salón pasó del tocador a la al- coba y dio un beso a Santitos, como para pedirle inspiración en el tran- ce que iba a afrontar. Porque a ella no le cabía duda de que la visita de Perico la había preparado el desti- no, para acabar asi de un golpe con sus vacilaciones. Saludáronse los dos sonriendo, 5% claro es que ni ella cometió la can- I TRAVIATISMO AGUDO 73 didez de preguntarle a qué venía, ni él la de decírselo. Hay sitios a los que no se puede ir más que a una cosa. Perico Retamares no tenía nada de tímido; así fué que tras de unos cuantos piropos y elogios a la be- lleza que tenía delante, tan castos como los que pudiera dirigir a una mujer oficialmente honrada, planteó a Leticia el problema, para lo cual empezó por tutearla. — Yo te quiero, Leticia; tú lo sa- bes. Nada te he dicho hasta ahora, porque no me gusta quitarle a nadie lo suyo, y ahora mismo, si me equi- voco y no eres libre, dímelo, y ve- rás qué pronto me voy a la calle. Todo esto no podía ser más razo- nable, y hasta ahora no aparecía 74 JOAQUÍN BELDA por ning^una parte el hombre loco e impulsivo que pre^^onaba la fama. Ella le oía con una leve sonrisa, y sin decir palabra, muy atenta, pero sin fing*¡r pudores, que hubie- ran sido grotescos. Cuando él hizo una pausa, ella le preguntó: —¿Está usted seguro de que me quiere?... Porque a veces en eso del cariño se engaña uno mucho. — Mira, lo primero que te digo es que no me hables de usted ; me pa- rece impropio, pues no soy tan viejo como para merecer esos respetos. Ya ves que yo he empezado por dar ejemplo. — Bueno, pues de tú. ¿Estás segu- ro de lo que dices? —¡Claro que lo estoy! Yo no trato de engañarte. TRAVIATISMO AC^UDO /O ^Sería inútil. —Ya lo sé; además, cuando haya por ahí alg-una mujer que pueda de- cir con razón que yo la he engaña- do, me avisas. —No, si yo no digo.,. — Yo voy siempre con el corazón en la mano. Tú me dices lo que ne- cesitas al mes para ti y para la casa . • • Leticia le atajó con una mueca de repugnancia. —Eso es lo de menos, hombre. Insensiblemente, Perico se había acercado a la golfa. Del sillón en que al principio estaba sentado, ha- bía pasado al mismo sofá en que ella acomodaba sus posaderas, y sin que- rer, sin darse cuenta, para animar el diálogo, la había cogido una mano. 76 JOAQUÍN BELDA Empezó a hablar bajando la voz, lo cual, en ciertos casos, suele ser muy mal síntoma. —Sí, ya sé que el dinero es lo de menos. Lo importante es el cariño, y yo te quiero, Leticia, yo te quiero, no lo dudes. Yo he querido decirte que a mi lado nada ha de faltarte; que si tú eres buena conmigo, yo haré lo que tú quieras. . . Ya eran las dos manos las que es- trechaba entre las suyas, mientras, para hablar, le metía casi la boca en una de las orejas; felizmente, Le- ticia las llevaba muy limpias y no había cuidado. El salón, con sus muros forana y sus lapices de una severidad con- vencional—el de la puerta represen- taba las bodas de Camacho— , pare- TRAVIATISMO AGUDO 77 cía animarse con fulg'ores de epitala- mio; las palmeras que en cada rincón había, diríase que se agitaban reve- rentes para saludar a la pareja amo rosa, y el gran espejo que, orlado de flores, se alzaba sobre la chimenea, reflejaba el grupo de los amantes como las aguas de un lago invertido. Leticia era maestra en su oficio y sabia muj^ bien que al llegar ciertos momentos hay que defenderse: es una defensa parecida a la de esos abogados de oficio a quienes la ley encarga de salvar a un monstruo sin salvación posible; algo frío, con- vencional, que más bien parece una invitación al patíbulo. Pero si fué- ramos a suprimir del mundo todo lo convencional, la vida sería una va- sija con el culo roto. 78 JOAQUÍN DELDA -—¡Por Dios! ¡Sé formal!... ¿No ves que pueden oírnos?... Te advierto que no estoy sola en casa... Mi her- mana está ahí a dos pasos... Y el chico, ¡por Dios!, que está aquí al lado, en su cuna... puede desper- tarse... — ¡Bah' ¡No se enteraría de nada! Todos hemos sido chicos. Porque él no dudaba que todo lo que decía Leticia fuera vei'dad; pero también sabía que ciertos argumen- tos no se contestan con palabras. En el suelo, y al pie de una mesi- ta de te a la que hacían guardia dos taburetes árabes, había una esiu- penda piel de oso^ blanco, con una cabezota formidable; Retamares, sin abandonar el cerco, hizo al momen- to su composición de lugar; sobre TRAVIATISMO AGUDO 79 SU cabeza, encima del sofá, estaba el interruptor de la luz elúUrica. Soltó un momento una de sus ma- nos y dio media vuelca al botón; la habitación quedó a obscuras, sin más que el liviano reflejo de una luz lejana, que llegaba hasta allí a través del montante del gabi- nete. Leticia comprendió que había lle- gado a ese punto en que la resisten- cia no puede prolongarse sin con- vertirse en una grosería. Era el ofi- cio. La heroicidad debía dejar pla- za a la complacencia. Notó que en las tinieblas casi la alzaban del sofá y la depositaban más allá, en el sue- lo; palpó y observó con gusto que había caído sobre la piel del oso, no- ble animal que trocaba ahora la fie 80 JOAQUÍN BET.DA reza de su vida por una mansa com- placencia. Ya no hablaba más la víctima: limitábase a gastar en salvas la úl- tima pólvora de la resistencia, con unos quejidos y unos lamentos mo- nosilábicos, de los que el agresor no hacía el menor caso. Siempre ha sido difícil manipular en las tinieblas, aun llevando por guía el instinto y el deseo; en tales circunstancias una confusión la pa- dece cualquiera, y así, nadie podrá reprochar a Perico Retamares— ¡que no era ciertamente un primer pre- mio del concurso de tiro!— que al llegar el momento álgido desviase la puntería... El notó que su... prejuicio entraba en un recinto demasiado amplio y TRAVIATISMO ACUDO 81 falto de confort, y como oscilase el arma para orientarse mejor, una cosa puntiaguda vino a cla- varse en él, haciéndole proferir un grito a cuyo lado las lamentaciones del profeta Jeremías fueron un cuplé. No se lo explicaba; las piernas de Leticia— mármol y nácar— estaban allí; no era ilusión. Tuvo que ape- lar al tacto para salir de dudas. Y salió. ¡Ya lo creo! En la preci- pitación había introducido el peris- copio en la boca del oso de la alfom- bra, que se abría en las tinieblas como el orificio de un túnel. Acudió a tiempo, y, ayudado esta vez por Leticia, pudo rectificar el yerro. ¡Pobre animal! Un segundo más, 6 82 TOAQUiX BELDA y aquel habitante de la selva, que seguramente en vida sería una per- sona decente, se traga después de muerto un paquete indigerible. —Espérame aquí, vengo en se- guida. Ella fué la que habló primero, apenas se repusieron del com- bate. Y, en efecto, volvió a los pocos minutos arreglándose con las ma- nos el cabello. Perico, sentado otra vez en el sofá, miraba al oso con ojos melancólicos, como esperando merecer su perdón. En realidad, te* nía los dientes demasiado largos y puntiagudos. De buena se había li- brado el conde. Abrazó a Leticia; pero ahora ya con toda pureza. 84 JOAQUÍN BELDA — ¿Quieres que hablemos como dos buenos amigos? — Tú dirás... — Pero tienes que ser franca con- migo; si no no podemos hacer nada. — Habla tú. —¿Tienes bastante con mil pese- tas al mes, pagando 5^0 la casa aparte? Leticia, por toda contestación, echóse a reir. El agregó: —Bueno, eso es lo fijo; luego, como tú comprenderás, para hacer- te vo un reléalo de cuando en cuan- do, y para comprar cualquier cosa que haga falta, no necesitaré que nadie me lo diga. Hubo una pausa. Leticia seguía sonriendo. TRAVIATISMO AGUDO 85 —¿No contestas?... ¿Es que te pa- rece poco?... Habla, mujer, porque hasta ahora nadie ha hablado más que }'0... ' Leticia, desatendiéndose de la conversación, prestó oído a un rui- dillo que parecía venir de lejos a través de la casa, y de la parte de su alcoba. Era así como el maullido de un gato chiquitín que se fuera encorajinando poco a poco. —Espera...; es el chico que se ha despertado... Plisóse en pie de un salto, y añadió: —Voy a ver qué le pasa. Perdó- name otra vez. En la alcoba estaba ya el ama y Rosalía. Santitos tenía hambre y pedía la comida en esa forma con- 8b JOAQUÍN BELDA tundente que emplean los chicos y los recaudadores de contribuciones. Leticia, viendo que para nada le hacía falta a su hijo, volvió al salón. —¿Qué era?— preguntó Retama- res, fingiendo un interés que estaba muy lejos de sentir. —No, nada: están con él mi hei- manay el ama. Leticia, mirando fijamente a su amigo, dejaba escapar una risica de conejo. —¿De qué te ries?... r'De mí? —No, hombre... Me río de que... hay cosas que parece que las hace Dios. —¿A qué te refieres? — A lo que acaba ^]e pasar aquí. Tú me estabas preguntando si ten- dría bastante con mil pesetas al TRAVIATISMO AGUDO 87 mes, y la casualidad ha hecho que de alhl adentro te venga la res- puesta. — No te entiendo. — El chico, con su llanto, te ha contestado. Yo, si estuviera sola en el mundo, como antes, te hubiera dicho que sí; pero... ya no es lo mismo. Ahora le tengo a él. Perico sintió el deseo irrefrenable de decir una brutalidad, y la dijo: — Te doy mi palabra de honor de que yo no soy su padre. Y ella, que puesta a barbarizar iba más lejos que nadie, replicó: — No podrías serlo; para eso hay que ser muy hombre. —Bueno, no te enfades; ¿cuánto quieres? —No, si no me enfado; pero es 8S JOAQUÍN BET.DA preciso que tú y todos os hagáis car- go de que yo tengo que mirar por él. Cuando yo me muera, ya que no le pueda dejar otra cosa, quiero al menos dejarle algún dinero. — ¡Magnífico! Eres una buena ma- dre... ¿Cuánto quieres al mes? —No es cuestión de cantidad. — ¡Carape! Cada vez te entiendo menos. —Quiero decir que los hombres sois muy veletas; tú, más que otros, tienes fama de eso. Yo, además, ya no soy una pollita; dentro de muy pocos años ya no podré inspirar más que amistad. .. —Eso es una burrada; tú tienes que dar aún mucha guerra. —Bueno, bueno; gracias por el piropo; pero yo sé lo que me digo» u TRAVIATISMO AGUDO 8^ Comprenderás que no puedo expo- nerme a que tú dentro de quince días te canses de mí, v... — Las mujeres^ cuando os las dais de muv listas, es cuando sois más tontas. — Sí; pero yo, si tú no me deposi- tas en el Banco una cantidad..., no para mí, ¡te lo juro!, sino para el... —¡Vamos! Haber empezado por ahí... —Tú eres el que debiste empezar. —Pues hecho; no se hable más. Tú me quieres garantizado por un año, como los relojes, ¿no es eso? —No; por dos. —¿Por dos?... ¿De manera que si yo deposito cinco mil duritos a tu nombre...? —Siete mil. 90 JOAQUÍN BELDA —¡Ah! ¿Han de ser siete mil? —U ocho, si tú quieres... Perico bajó la cabeza hasta jun- tarla con las rodillas, y quedó calla- do. Ella guardó silencio también, mientras se mordía concienzuda- mente todas las uñitas de la mano izquierda. Era aquel un momento solemne: la g'olfa esperaba la con- testación del otro con la misma an- siedad con que el jugador de ruleta aguarda que se pare la bola. Se tra- taba sencillamente de tirarse un pleno de mil pesetas. Perico, como si hubiera empleado todo aquel liempo en pensar lo que iba a decir, habló, por fin, con mu- cha calma: — Mn*a, Leticia, yo comprendo que lo airoso y lo bonito ahora sería I TRAVIATISMO AGUDO 91 que yo, sin regateos, te dijera: «He- cho. Mañana tendrás los siete mil duros.» Pero es que las mujeres no os hacéis nunca cargo de la situa- ción... ¡Claro! Y no tenéis vosotras la culpa. Oís decir cosas, juzgáis por las apariencias.. . Yo, por ejem- plo, tengo fama en todo Madrid de ser muy rico, y como todo en el mundo es relativo, lo soy o no, se- gún con quien se me compare. Pero yo te aseguro bajo palabra de ho- nor, y te lo juro por lo que quieías, que para disponer, así en un mo- mento dado, de siete mil duros, ten- go que vender una finca. — ¿Y para cinco mil duros, no? — ¡Claro que no! Los tengo en mi cuenta corriente. Todo se reduce a cambiarla de nombre, 92 JOAQUÍN BELDA El instinto, que es casi siempre el talento de la cortesana, le gritaba a Leticia que si se resistía, si se hacía fuerte en su petición, el tiiunfo sería suyo. Leía en la cara de Retamares una ansiedad, unas ganas sinceras de convencerla, que siendo la ex- presión de un fuerte deseo, no po- dían ser de mejor augurio. Y era en vano que el buen sentido le hablase por otra parte y le dijese que debía aprovechar la ocasión; que en ¡Madrid eran muy pocos los hombres que ofrecían cinco mil du- ros a una mujer, así, de un golpe; que la mayoría de las companeras de oficio se volverían locas de júbi- lo si las hicieran seriamente una oferta parecida... No. Santitos, berreando ahora con TRAVIATrSMO AGUDO 93 todas sus fuerzas en el último rin- cón de la casa, parecía decirla: — No cedas, mamá, no cedas; yo, en tu caso, hubiera pedido diez mil. Y no cedió. Al ver que el conde callaba otra vez, púsose de pie, y llevando una mano a su hombro, le dijo, plena de tranqui- lidad: —No te preocupes, hombre; haz cuenta que no te he dicho nada. Si no puedes, si supone para ti un sa- crificio, yo no te lo voy a exigir; aunque ya sé que hay por ahí quien dice lo contrario, a mí nunca me ha gustado atosigar a los hombres, ni en el terreno del dinero..., ni en ningún otro. Ya te digo que como si nada hubiéramos hablado; por 94 JOAQUÍN BELDA eso no hemos de dejar de ser ami- gos. ¡Digo yo! Era la humillación muv finamente inferida, pero humillación al fin. Perico Retamares, el amo de todas las mujeres de Madrid que se entre- gaban por dinero, había de renun- ciar a esta aventura por estrechez de bolsillo. No podía ser. Levantóse también para marcharse, y aunque ya se había decidido, quiso darse un poco de importancia... —Bueno, hijita, yo lo pensaré; veré si encuentro el medio de que sea lo que tú quieras... Te aseguro que deseos no me faltan.... —-Yo nunca te hubiera hablado así si no fuera por él^ por mi hijo. TRAVIATISMO AGUDO 95 Al decir esto, Leticia ponía la mis- ma cara que debió poner la madre de los Macabeos ante el rey Antíoco. — Sí, hija, ya lo sé... Siempre he dicho yo que vosotras no debíais ser madres nunca. .. Bueno, yo te escri- biré con lo que haya. — Como quieras; pero sí lo haces, que sea pronto, porque ya compren- derás que me urge aclarar mi situa- ción. Y no hablaron más. Al verse sola Leticia no pudo menos de reírse. Aquel hombre era suyo. Para lo- grarlo había tenido que buscar como cómplice a Santitos; pero, ¡bah!, cuando el chico fuera grande }^a sabría agradecerlo. Y es que así como hay madres que emplean a los hijos para exci- 96 JOAQUÍN' BELDA tar la compasión, las hay que los usan como ganzúa. El cachorro, como si lo hubierd adivJnaJo todo desde el fondo de la casa, había dejado de berrear. Hov estaba verdaderamente con- ■m tenta;ycomo la alegría en ella se ma- nifestaba siempre — como todos los estados de su espíritu— por medio de verdaderas explosiones, en la casa todo el mundo participaba de su jú- bilo. Aquella mañana, estando aún acostada, había entrado la doncella con una carta. El portador había pedido que le firmara el sobre la propia interesada, y la chica no tuvo más remedio que despertar a su dueña. Bien valía la pena. Era de Reta- mares, y en ella le enviaba un talón 7 li 98 JOAQUÍN BELDA del Banco puesto a nombre de Leti- cia Robles y por valor de treinta y cinco mil pesetas. En la carta que acompañaba al envío, no decía más que lo siguiente: «Amiga Leticia: ¿No era eso lo que tú querías? Besos al nene.— Re- tamares.» Hay que convenir que, a pesar de su concisión, pocas cartas se han escrito más elocuentes. Al principio la cosa no produjo a la golfa gran impresión; tenía la se- guridad de que aquello llegaría, y el confirmarla no era más que el úl- timo trámite. Pero poco a poco un deseo de saltar y brincar la fué in- vadiendo, y la echó fuera de la cama antes de lo que solía. Era primeros de mes, y llamó al TRAVIATISMO AGUDO 99 ama para pagarla; además del suel- do convenido le regaló diez duros. La buena tolosana dio las gracias y prometióse dejar aquel día que San- titos chupase de la teta más que de ordinario, aunque a riesgo de que cogiera una indigestión. La donce- lla y la cocinera recibieron también muestras parecidas del buen humor de su ama, y en cuanto a Rosalía, la hermana, se encerró con ella en el cuarto ropero, abrió uno de los grandes armarios, y descolgando un primoroso traje de todo vestir que había estrenado hacía un mes, se lo colgó de un hombro, mientras la decía: —Toma, hija; te lo achicas un poco, y como si te lo hubiejan he- cho a la medida. 100 JOAQUÍN BELDA Se vestía así siempre, de los de- sechos de la hermana, que casi que- daban nuevos al pasar la moda. Pero este de ahora era no ya nue- vo, sino flamante. Rosalía, asom- brada ante el desprendimiento de su hermana, no se limitó a callar y ag"radecer como habían hecho el ama y la doncella. Quería saber. . . ¿Qué había pasado para que Leticia diese tales muestras de alegría? Algo la dijo, pero sin detalles; no le gustaba que la hermana poseye- ra sus secretos. — Nada; el conde..., ya sabes... —Sí, Retamares. —Que me ha hecho un regalo. Pero no lo digas a esas... —¡Mujer, por Dios! ¡Qué cosas tienes! TRAVIATISMO AGUDO 101 Liquidada así con los demás su cuenta de satisfacciones, quedaba lo principal: Santitos. A él podía de- cir que debía aquel dinero, y para él había de ser un buen pellizco. No quiso dejarlo para lue^^o; se bañó y vistió de prisa y salió a la calle antes del almuerzo. En la ca- lle de Alcalá, muv cerca de la Puer- ta del Sol, estaba la mejor tifeada de juguetes de Madrid: un verdadero paraíso de los niños, en cuyos esca- parates había siempre el último en- vío de Londres o de Berlín. Leticia entró y estuvo un largo rato vién- dolo todo, curioseando hasta en el último rincón y vacilando a cada paso. ¿Qué llevaría? Este leopardo, casi de tamaño natural, era una precio- 102 JOAQUÍN BELDA sidad; pero, más que juguete, pa- recía un adorno para una habita- ción. Este ferrocarril, con sus vías, sus estaciones, sus agujas, sus em- pleados y hasta su comité de huel- ga, resultaba maravilloso, pero ¡era tan pequeño Santitos! No podría ju- gar con aquello, y sus manos, aún torpes, no servirían ni para destro- zarlo. Un gran caballo alazán que ocu- paba el centro de la tienda, con su piel de verdad y su montura com- pleta, le pareció lo más a propósito. El pequeño, para encaramarse has- ta él, necesitaría una escalera; pero Leticia se decidió y mandó apar- tarlo. Era el juguete más caro de la casa, pero aún no era bastante. Una TRAVIATI5M0 AGUDO 103 pelota de goma; un conejito que, gracias a la cuerda, saltaba y co- rría como los de carne y hueso; una caja de soldados y un muñeco ale- mán, formaron el lote que la madre mandó formar para su hijo, y pagó en el acto con todo el dinero que ha- bía sacado de casa. Ya en la calle, enfiló la acera del Banco, muy grave, muy digna, como iba siempre, sin mirar a na- die, y dejándose admirar por todos. Estaba guapa de verdad esta ma- ñana; el relativo madrugón le había sentado muv bien, v tenía la cara más viva, más alegre, con los ojos más brillantes que de costumbre, destacando en la blancura de leche del rostro. Por debajo de la gorrita le salían dos mechones de pelo mu}' 104 JOAQUÍN BELDA negro, que ciaban a la cara un as- pecto apicarado; como ya era a fines de Marzo y no hacía frío, iba a cuerpo, con traje de levita azul, y sin más que una piel blanca a modo de gola aislándole la cabeza. Sus treinta v cinco años se trans- formaban así en veintitrés, aun aquí a la plena luz del sol, gran di- solvente de todos los afeites. A ello ayudaba la línea pura del cuerpo, bien tallado y ñexible, como el de una tobillera. Al pasar frente a las terrazas del Ideal y del Lyon, una lluvia de pi- ropos la saludaba. — ¡Va\^a con Dios lo bueno! —Al que madruga Dios le ayuda... —¡Eso es cara, y lo demás una tarta!... TRAVIATISMO AGUDO 105 — lUy, uy, uy, los cuerpos simples y tobog'ánicos! Eran los pollos que, entre sorbo de coktail y g"ranadina, le daban lo suyo— bueno o malo— a toda la que pasaba. Otras veces era uno de los vende- dores de periódicos o décimos, un limpiabotas, un transeúnte del esta- do llano; se apartaba para dejarla pasar, se cuadraba, quedábasela mirando como para hipnotizarla, y al cruzar la figura de la golfa por su te- rreno, largaba el requiebro. Estos solían ser un poco menos filosóficos, pero un mucho más expresivos. —¡Mi madre, y qué barrenazo le atizaba yo a usté, mi vida! — Si así tienes la cara, ¡cómo ten- drás lo de abajo!... 106 JOAQUÍN BELDA - Por usted me estaba yo en tres pies doce días. Ella ponía la misma cara ante los dichos de los unos y de los otros: hacía como que no los oía, pero a veces — cuando la barbaridad era muy grande — una sonrisita traido- ra la delataba. Era como un arco de gala que fueran todos formando a su paso: en él, unos ponían las rosas de un piropo delicado y fino, otros el fo- llaje verde que sirve de tosco relle- no. Pero, en el fondo, todo hacía falta, »y como expresión de un de- seo de mordiscos, todos los agrade- cía por igual. Porque era la calle entera que se alborotaba a su paso, más ahora que cuando desfilaba por ella demasiado hierática en el estu- TRAVIATISMO AGUDO 107 che de su coche. Señores graves que no se atrevían a decirla cosas, volvíanse con disimulo a contem- plar su estela; maridos que iban con su mujer, sentían a su paso más dura que nunca la cadena matrimonial; mirábanla con envidia las otras mu- jeres, y en el centro de Madrid, a esa hora casta v honrada del medio día, triunfaba sobre todas la Mag- dalena sin arrepentir, como si a su paso fuera frotando con unas alas invisibles a los hombres en la me- dula. Esquina a Cedaceros tuvo la gol- fa un encuentro que la emocionó; fué una escena muda, pero harto elocuente. Habíase detenido un poco al bor- de de la acera para dejar paso a un 103 JOAQUÍN BELDA tranvía de Lista, cuando, por detrás del vehículo, cruzó un joven que se vino como directamente hacia ella. Era el de marras, el de las guar- dias en la acera a la hora del atar- decer, el del Reina Victoria, que al ver a Leticia cuando iba casi a echarse encima de ella, no pudo di- simular su turbación, y se apartó a un lado, bastante corrido. Sus miradas se cruzaron un mo- mento, y se dijeron ese micropoema de un segundo que se dicen con los ojos dos personas que se conocen mucho de vista, pero que no se ha- blan. El contenido de esas rápidas frases mudas viene a ser algo así como esto: —¡Hombre! ;Ya está aquí este tío? TRAVIATISMO AGUDO 109 —¡Nos ha fastidiao! Y usted, ¿no está aquí también? La golfa bajó en seguida la vista, y siguió su camino. Lo sentía, era para ella evidente, como si lo estu- viera viendo: aquel chico la iba si- guiendo; en vez de continuar su ca- mino en dirección contraria, había vuelto sobre sus pasos y marchaba tras ella como sujeto por un hilo in- visible. No es que lo hubiera visto, pues habíase guatdado muy bien de vol- ver la cabeza; pero lo notaba en una especie de frío voluptuoso que le corría por la espalda, como si de un momento a otro fueran a echarle por ella una sábana empapada en agua. Seguramente el muchacho iría es- lie JOAQUÍN BELDA piando sus pasos, observándola el menor gesto, sin dejar de mirarla un momento. Y ella, instintivamen- te, cada vez que uno de los tran seuntes con quienes se cruzaba acercábase para decirla una atroci- dad o simplemente para verla me- jor, hacía un quiebro en la marcha, alejándose todo lo posible del im- portuno. No se creyese aquel joven que porque ella era... lo que era salía a la calle a que la echasen flo- res. Al llegar a la Cibeles cruzó la plaza en dirección al palacio de Murga; ante la fuente volvióse un poco, con la excusa de ver si baja- ba algún tranvía, y entonces lo vio. ¡Sí, estaba ella segura! No se había equivocado: a treinta pasos estaba TRAVIATISMO AGUDO 111 SU mudo adorador, como si no qui- siera importunarla acercándose mu- cho. Aquel chico resultaba demasiado tímido. Y no es que a ella le agra- dasen esos tenorios de acera estre- cha, que en cuanto ven a tiro una mujer se creen en la obligación de vomitarle al oído una burrada; pero entre esos y aquel mirar embobado de este pollo, que 5'a duraba varios días, había un prudente término me- dio. ¿Qué esperaba? ¿Q'^e ^H^ una buena tarde le hiciese señas desde el balcón para que subiese, como hacían con los organilleros las pu- pilas de Ceres y de Tudescos? Y suponiendo que el chico se arrancase, ¿es que iba ella a decirle que sí? En realidad no sabía qué 112 JOAQUÍN BKLDA contestarse a esto. Aunque su ofi- cio era ese, el pretendiente debía estar de dinero a la altura de un adoquín, y ella sabía muy bien que esos líos con gente pobre tienen dos enormes inconvenientes: es el pri- mero, que se trabaja gratis, y el se- gundo, que se desacredita una como mujer de postín ante los demás ca- britos. Esto pensaba y casi decía en voz alta Leticia, mientras subía hacia su casa por la calle de Olózaga. Si aquel pipiólo se decidía a decirla algo, sólo Dios sabía lo que ella le iba a contestar. Pero, por si acaso, lo que deseaba es que se decidiese. . . Aunque, pensándolo mejor, aque- lla timidez no la desagradaba del todo. Resultaba poco varonil; pero, TRAVIATISMO AGUDO 113 ¿no estaba ella harta y más que har- ta de tratar con hombres? Llegaban ya a la casa y la situa- ción no había variado. Leticia cam- bió de acera, y le vio otra vez, aun- que ahora un poco más cerca. A tiempo que la golfita se metía en el portal, recordó que aquel día había empezado muy bien para todos, y, gracias a la buena noticia que ella había recibido a primera hora, to- dos en casa, desde Santitos a la don- cella, habían tenido su regalo. Y quiso que su adorador incógnito lo tuviese también. Desde dentro del zaguán volvióse a la calle, le miró y le regaló con una sonrisa, que, tra- ducida a la letra, quería decir: —Por mí, ya puede usted ir echan- do el bacalao en el agua... 8 Aquel pollastre había llegado a ser la obsesión de Leticia. Las personas cuyo recuerdo nos es grato— y esto lo mismo en hom- bres que en mujeres— se dividen en dos categorías: aquellas de quien no nos acordamos más que cuando una circunstancia fortuita nos trae a la memoria su recuerdo, y aquellas otras cuya imagen se fija como con tachuelas en nuestra mente y en ella permanece noche y día. En este úl- timo caso, es decir, cuando el re- cuerdo de la persona amada se con- vierte en obsesión, es cuando, se- gún los poetas, surge el amor. TRAVIATISMO AGUDO 115 Bueno, poeta: toma lo que quie- ras. A nosotros nos da lo mismo. Continuando esta divagación, de una psicología que está al alcance de cualquier peón de albañil, sólo diremos, para terminar, que las ob- sesiones, por regla general, sólo se curan realizándolas. ¿Está esto claro? No se necesita^ por tanto, ser un Simarro para afirmar que Leticia y su mudo adorador acabarían ha- ciendo la paella si Dios no lo reme- diaba. Sólo cuatro días iban transcurri- dos desde el episodio de la sonrisa. El pollo, que al ver aquello creyó morir de felicidad, tenía ahora la amargura de notar que pasaban las horas y no se realizaban los pro- 116 JOAQUÍN BELDA 3'ectos y las esperanzas que aquellas dos hileras de dientes blanquísimos le habían hecho concebir al asomar- se a la roja herida de unos labios. Leticia, por su parte, esperaba también. El joven había ido todas aquellas tardes, como de costum- bre, a montar la guardia en la ace- ra de enfrente, y ella, por verlo, aun sin ser vista, había suspendido el paseo en coche y el visiteo de tien- das y amig"as en estos últimos días. Por lo general, solía coincidir la marcha del muchacho, al encender se los faroles, con la llegada a casa de la golfa de Perico Retama- res, que iba a cobrar en el cuerpo de su querida la parte alícuota de felicidad a que le daba derecho su anticipo de siete mil duros. TRAVIATISMO AGUDO 117 Ella se quitaba del balcón donde escondida había estado mirando a la calle, para ir a caer en brazos de Pe- rico, que tenía ahora todo ese fuego del amante novel. Y ocurría que, en el coloquio amoroso, al llegar ese momento supremo que, ¡ay!, sólo dura un segundo, Leticia se acorda- ba del pollo y era para él la ofrenda de sus convulsiones. El cuerpo de la golfa iba por un lado y la imagi- nación por otro; de estos divorcios a espaldas de la curia hay en el mundo más de lo que parece. ' Y mientras ella le amaba en espí- ritu, él, ajeno a tanta gloria, iba en el tranvía muy cabizbajo y triste, ca- mino de su casa, en la que se ence- rraba con sus morriñas. Vivía en un pisito del barrio de 118 JOAQUÍN BELDA las Salesas,en unión de su hermano, empleado del Banco, y cuidaba de los dos la vieja Antonia, una anti- gua criada de sus padres, que se ha- bían traído de la provincia al venir a instalarse definitivamente en Ma- drid. El pobre Daniel— ya es hora de que digamos cómo se llamaba— te- nía la desgracia de ser un románti- co; esto, dadas las condiciones de la vida actual, es algo tan funesto como ser un reumático o un tuber - culoso. Una de sus primeras lecturas de adolescente, allá, en el caserón de su familia en Granada, que parecía un convento deshabitado, había sido La dama de las Camelias, ese libro de tan voluptuosa tristeza, que nin- TKAVIATISMO AGUDO 119 gún individuo menor de treinta años debiera leer sin un comentaris- ta al lado. En su ánimo, la tragedia de Mar- garita Gautier produjo un efecto de exclusivismo; para él, desde enton- ces, toda golfa era una sentimental, una mujer de estirpe superior, que habiendo caído en el fango por azares de la vida, sólo aguar- daba la mano redentora que se aga- rrase a la suya y la sacase de la charca. Pocos tipos habrá creado la lite- ratura tan sugestivos y tan dinámi- cos como el de la tísica querida de Armando; dinámicos en el sentido de que al aparecer ante una imagi- nación tierna, impulsa a obrar, viendo en toda piculina una mártir, 120 JOAQUÍN BHLDA y adjudicando al joven que lee el papel de redentor. Daniel en esto batía el record a a todos los de su edad. Al llegar a Madrid dos años antes para seguir la carrera de Leyes, quedó deslum- hrado. Un mundo, hasta entonces no más que imaginado, iba desfilan- do ante sus ojos en los paseos, en las salas de los teatros, hasta en los gabinetes de ciertos falansterios amorosos a que su hermano le con- ducía, como un Mentor que prefiere la iniciación franca al descubri- miento por sorpresa. Aquí era donde Daniel iba apren- diendo más; como las casas que vi- sitaban—San Marcos, Gravina, principio de Jaconietrezo— eran to- das de diez pesetas para arriba, el TRAVIATISMO AGUDO 121 mozo iba conociendo una categoría de mujeres a base de bidet y cami- sa limpia, que en Granada era poco común en aquella época. No eran las golfas de postín que él veía en los coches de la Castellana y en los palcos de la cuarta de Apolo, pero sí unas mujercitas que vestían casi como aquéllas— con vestidos un poco Codorniú— , fumaban egipcios con cierta delicadeza, v... hacían alu- sión a la madre de los amigos cuan- do éstos las jugaban alguna trasta- da, exactamente lo mismo que las de doscientas pesetas por dormida. Eran, valga la frase, como la cla- se media del gremio, y ya es sa- bido cómo la clase media gusta de imitar a la aristocracia, poniéndose un poco en ridículo. 122 JOAQUÍN BELDA A lo mejor, de casa de la Reme- dios, de la Milagritos o de la Jesu- sa, desaparecía una de las pupilas; cuando los parroquianos pregunta- ban por ella se enteraban de lo ocu- rrido: la había puesto casa el conde Fulano, el banquero Zutano o el co merciante Perencejo. La mujer de casa pública y de carrera pasaba así a la categ"oría superior de com- prometida: en vez de acostarse con todos, lo hacía con uno sólo..., al menos oficialmente. Era como los diputados cuneros, cuando les ha- cen senadores vitalicios. Pero otras veces, el ama o encar- gada^ al dar la' noticia, se ponía se- ria y grave, y con un tono casi im- perceptible de envidia, decía: —Esa... Dentro de tres días se TRAVIATISMO AGUDO 123 casa con un muchacho muy joven y muy g^uapo. Era el redentor. Otro que había leído La dama de las Camelias y no la había dig-erido. Por lo general se trataba de un empleado de la Casa de Canónigos, -de algún croupier o viajante de comercio... Si es que el redentor no era un distinguido sin- vergüenza que iba derecho a redi- mirse él, alimentándose en lo suce- sivo de sabroso pan... de clítoris. Daniel, al oir todo esto, revivía la novela inmortal. Claro que x\rman- do no llegó a casarse con Margari- ta; pero hubiera llegado a ello de no meterse el padre por medio. Era una realización en la vida de lo que Dumas había hecho vivir en las pá- ginas de su libro, pero una realiza- 124 JOAQUÍN BKLDA ción pequeña, mezquina, de un ro- manticismo de casa de huéspedes. Porque donde él veía la cosa en grande era cuando se trataba de las otras, de las más altas^ de la aristo- cracia del gremio. De nombre co- nocía ya a casi todas las de Madrid, pues en cuanto veía a una pregun- taba quién era, a su hermano o a los amigos de éste. La Macilenta, Pura la de los brillantes, la Julia Chitry, María Infantes, la Trini, Luisita la Ansiosa— ¡vaya, mote!—, la Alicantina, la. Mareca, la Pispa- jo, la Neurótica y la Antiespasmó- dicay eran con el pensamiento como visita de casa de Daniel. Sabía dónde vivía cada una, cuál era el cabrito que la mantenía, de qué color era el caballo de su coche TRAVIATISMO AGUDO 125 y hasta lo que debían de ropa blan- ca en las tiendas de la Carrera y Cedaceros. Desde lejos las miraba como a estrellas a las que nunca podría llegar, a pesar de las ganas^ y en su adoración un poco deslum- brada olvidaba que la que más y la que menos de aquellas princesas del revuelco había sido pupila de las casas que él visitaba y había ya- cido en doce horas con doce varo- nes distintos. Cuando la vio a ella, todas sus ideas, todos sus anhelos vagos, vi- nieron a concretarse en uno sólo. Fué una tarde de Octubre; salían de un café céntrico su hermano, él y dos amigos, y bajaron hacia la Castellana. Al cruzar Barquillo tu- vieron que detenerse para dejar pa- so a un coche; dentro iba Leticia, y a Daniel aquella cara le supo a cosa desconocida. — ¿Quién es?— preguntó a los de- más. —Leticia Robles: la tía más guapa de Madrid. También Margarita, en su época, TRAVIATISMO AGUDO 127 fué la flor de París. Y sin darse cuenta, como cosa involuntaria, le asaltó al punto la idea de que aque- lla mujer necesitaba un redentor, y ese redentor podía ser él. Pasó muchos días sin verla, hasta que, por acaso, se la volvió a encon- trar una mañana. Leyendo en el rostro de ella lo que quizás no estu- viera más que en el propio pensa- miento del muchacho, Daniel nota- ba en aquella mujer un perenne ges- to de tristeza, como si, no estando contenta de su oficio, lo soportase como una carga . A su juicio, esto era lo que la dis- t^'nguía de las demás. ¡Lástima que no estuviera tísica, como la sefiorita Gautier! Leticia, aunque algo lán- guida y nada gruesa, tenía un as- 123 JOAQUÍN BELDA pecto muy saludable; era una des- dicha, porque el bacilo de Koch ha sido siempre el compañero de juer- gas de todos los romanticismos. Pero todo se andaría. Por lo pron- to, la señorita Robles lucía siempre unas hermosas ojeras que, natura- les o de tocador, hacían pensar en el alboroto de sus noches. Ahora, después del episodio de la sonrisa, Daniel notaba que su enfer- medad se había exacerbado; era co- mo un ataque agudo en un sujeto predispuesto, como si todos los an- helos de los años pasados se concre- tasen ahora con la fuerza explosiva de su larga contención. Desesperado al ver que en cinco días aquel principio de tan buen augurio no había tenido una conti- TRAVIATJSMO AGUDO 129 nuación, llevaba ya cuarenta y ocho horas rondando la casa de ella, no sólo por las tardes, como de costum- bre, sino también por la noche, a la hora en que podría salir para algún teatro. La noche antes había sido para él una lluvia de fracasos. A las nueve y media llegó frente a su casa y vio a la puerta el coche de Leticia; el corazón le hizo una pirueta en el pecho; no cabía duda que iba a sa- lir^ y a aquella hora no podía ir más que a un teatro. En efecto: no tuvo que esperar mucho; a los diez minutos de mon- tar la guardia en la acera de enfren- te la vio salir v meterse en el coche, acompañada de otra individua. Has ta aquel momento no cayó en la 9 130 JOAQUÍN BELDA cuenta de su estupidez. ¿Cómo se- guirla con lo bien que trotaba el ala- zán? Buscó un coche en todo lo que alcanzaba la vista, pero fué inútil. ¿Tendría que echar a correr tras el vehículo, como hacen los maleteros a la salida de las estaciones? Subir- se en la trasera no resultaba nego- cio, sobre todo si se tenía en cuenta que el carruaje de su amor la lleva- ba erizada de pinchitos. Cuando es- taba parado en medio de la calle sin saber qué hacer y dándose a todos los demonios, pasó un tranvía que iba hacia Sol, e instintivamente lo tomó. No tardó en alcanzar al coche, ni tampoco en adelantarlo demasiado. Como la marcha era desigual, pero el tranvía paraba de cuando en TRAVIATISMO AGUDO 131 cuando, los dos vehículos se cruza- ban varias veces en el camino, como en una carrera de caballos en que se quisiera disimular el tong:o. Daniel, en la plataforma poste- rior, y con medio cuerpo fuera, casi en el estribo, se comía con los ojos la berlina, siguiéndola ansiosamen- te en sus peripecias. El no podía sa- ber si Leticia le veía; de ella y de su acompañante, en la obscuridad del interior del coche, no se distinguía más que la blancura de las pieles, como una pradera nevada en el fon- do de la noche. Por fin, al llegar a la calle de Re- coletos, el tranvía se deslizó por ella, abandonando la de Serrano. La berlina, con los saltitos de sus ruedas de goma, siguió como un 132 JOAQUÍN BELDA g-alg-0 hacia la Puerta de Alcalá. Daniel fué a apearse, pero se de- tuvo a tiempo. Era una tontería. El coche seguramente bajaría hasta la Cibeles, y desde allí se encaminaría a un teatro; acaso llegase él antes, V todo era cuestión de mirar a la puerta de los más céntricos. Frente a Apolo no había más que tres automóviles. El muchacho se apeó para dirigirse a la Zarzuela y subir desde allí al Reina Victoria. En la calle de Jovellanos tuvo que pasar revista a una larga fila de ve- hículos que daba vuelta hasta la de Zorrilla. Tampoco estaba allí. Junto al Reina Victoria había, como siem- pre, hasta quince o veinte automó- viles }' otros tantos coches, pero no estaba el suyo. TRAVIATISMO AGUDO 133 f Fué a inspeccionar los teatros de la calle del Príncipe. La cola de los de la Comedia llegaba^ por la plaza de Santa Ana, a la calle de la Gor- guera. ¡Nada! Frente al Español la inspección fué mucho más cómoda; se representaba una de esas come- dias de arte puro, y ¡naturalmente!, no había ante su fachada más que un coche de punto, y eso porque se le había caído el caballo víctima de un lumbago. ¿Se le habría ocurrido a Leticia meterse en el Odeón? Fué a verlo y se llevó un nuevo desengaño. En Romea, si estaba lleno de gen- te, todos los espectadores debían haber ido a pie, en tranvía o a nado. Y Daniel se encaminó a la calle del Arenal. 134 Joaquín belda La inspección en la puerta de Es- lava dio también un resultado nega- tivo. ¿Se habría refugiado, dando con ello una prueba de buen gusto, en la casa de Loreto y Chicote?... Tampoco... ¿Qué hacer? Menos mal que el Real se había cerrado pocos días antes; si llega a estar abierto, el enamorado hubiera tenido que pa- sar revista a los doscientos o tres- cientos coches que se congregan en la plaza de Oriente, y se hubiera caí- do al sucio presa de un ataque cere- bral. Pero había que terminar la odi- sea: Lara, Cervantes, la Princesa, Infanta Isabel... No se sentía con valor para extender la busca a los cines. Aun así, de encontrarla en TRAVIATISMO ACUDO 135 alguno de los teatros que aún le quedaban, llegaría a tiempo de ver- la salir únicamente, poique eran ya muy cerca de las doce. A la una menos cuarto Daniel en- traba en su casa triste, cabizbajo y con las piernas hinchadas. Por lo visto, aquella mujer había pedido el coche para ir a contemplar la luna desde los altos de la Moncloa. Tenía celos, unos celos horibles, no sabía de quién. Era evidente que la muy golfa se había ido de juerga; no era hora para salir de compras, pero sí... de ventas. ¡Cochina! ¡As- querosa! Y mientras él hacía el le- chón correteando en su busca por todo Madrid, ella se revolcaría en el reservado de algún restorán, Dios sabe con quién. 136 JOAQUÍN BELDA ...Verdad es que esto también lo hacía Margarita de cuando en cuando. Daniel tardó en dormirse, y lo hi- zo con la siguiente idea incrustada en el cerebro en forma de pregunta: ¿Por qué había tantos teatros en Ma drid? Así no era posible que ganasen las Empresas ni había amor que resis- tiese a tamaña carrera en pelo. La tarde antes se había despedi- do para unos días Penco Retama- res. Se iba de caza a los montes de Toledo, y de allí seguirían a un coto de la provincia de Jaén. Segura- mente, hasta pasados quince días no volvería a Madrid. ¡Qué pena! Leticia se quedaba viuda por dos semanas, y esto cuan- do sólo hacía cinco días de su... boda. Estos sportsman tienen eso. Por primera vez en su vida de pi- culina, Leticia tuvo miedo de aque- lla libertad que la ausencia del que- rido la procuraba. Miedo de sí mis- ma, de su flaqueza, que— -¡lo notaba 138 JOAQUÍN BELDA muy bien!— cada día se acentuaba más. No era mucha la sujeción de ordi- nario: Retamares no era un tirano ciertamente, pero parecía que es- tando él en Madrid un problemático respeto cohibía un poco las decisio- nes de su amante. Mientras que ahora.. . ¡ILsto de la caza! Después de todo, la situación resultaba bas- tante clásica; apenas hay narración de Boccacio o Paul de Kock en que, cuando un marido o amante se va de caza, no haya otro señor que se aproveche para dedicarse a la pes- ca. Hasta se diría que el sport ci- negético es un medio de llevar dig- namente ciertos adornos frontales. Leticia, ahora que era dueña ab- soluta de sus horas, temía y desea- TRAVIATISMO AGUDO 1J9 ba que en algunas de ellas estuviese incluido el cuarto durante el cual dicen que cae siempre toda mujer. Que su adorador no levantaba el cerco lo sabía ella muy bien; la no- che antes le había visto en la plata- forma del tranvía, persiguiéndola con la mirada. Y ella, que iba sen- cillamente a cenar al Palace con unas amigas, hubiera de buena gana parado el coche y, llamando al mu- chacho, le habría dicho: —Anda, hombre, sube; si al fin y al cabo ha de sen.. Eran las siete de la tarde, y la mamá de Santitos, sentada ante su tocador, se ondulaba el pelo a con- ciencia; Manolo, sentado a su iz- quierda en una silla baja, levantá- base a veces del asiento para des- 140 JOAQUÍN BELDA empeñar a la voz de mando come- tidos tan difíciles como el de acer- car una toalla, traer la caja de las cerillas y recoger del suelo una de las tenazas. También el hombie, más tranqui- lo desde que la casa había entrado en orden al arreglarse Leticia con el conde, sentía ahora, ante la mar- cha de Perico, ese alivio que expe- rimentanloscriados cuando el señor se va de baños por unos días. Unos golpecitos sonaron a la puerta del tocador; era Eladia, la doncella, que al entrar y ver a Ma- nolo retrocedió como arrepentida. — ¿Qué es?— preguntó Leticia. La otra, azorándose un poco, dijo: —No, nada... Creí que estaba la TRAVIATISMO AGUDO 141 señoiita sola. . . Es que dice el ama que si puede hacer el favor de salir la señorita... , —Bueno, ahora voy... —Pocas cosas eran las que en aquella casa no podían hablarse de- lante de Manolo; pero por lo visto ahora se trataba de una de ellas. Para evitar sospechas le dijo al amigo: —Ya sé lo que quiere: que le sa- que ropa para el nene. Se le habrá terminado la que tiene en el ro- pero. Acabó de peinarse con toda tran- quilidad, y echándose sobre el pei- nador la primer bata que encontró a mano, salió, teniendo buen cuida- do de cerrar la puerta. En el pasillo esperaba la doñee- 142 JOAQUÍN BHLDA Ha dando unos paseítos, como si es- tuviera haciendo centinela. Leticia, después de dar una fuer- te chupada al cig^arrillo que encen- dió antes de salir, la preguntó en voz baja: —¿Qué es? Eladia se llevó un dedo a los la- bios y echó a andar hacia el come- dor, precediendo a su dueña. Una vez las dos en él, y aunque aislada la pieza al otro extremo de la casa, cerró la doncella la puerta. —No era el ama, era yo la que tenía que decirle una cosa a la se- ñorita. — Me lo he figurado. ¿Qué pasa? ¿Ha venido alguien? —No, es que... Pero ¿no me va a TRAVIATISMO AGUDO 143 reñir la señorita por lo que he hecho? —¿Qué has hecho? —Yo sentiría que la señorita se enfadase... —¡Vamos, mujer^ no seas estúpi- da! Habla va. —Hace un momento he bajado a la calle a avisar para que trajeran las botellas de leche, que ya sabe la señorita que me lo dijo esta tarde... —Sí. ¿Y qué? — Pues que en la acera de enfren- te estaba parado un señorito..., que por cierto ya lo vengo yo viendo en el mismo sitio varias tardes.. . — Sí, sí... — replicó Leticia, que ya se estaba figurando el resto de la aleluva. ^ —Bueno; pues 5^0 me fijé en que, 144 JOAQUÍN BELDA al ir para allá, me fué siguiendo, y esperó en la puerta de la lechería a que yo saliese. Entonces me siguió de lejos otro poquito, y al doblar la esquina se me acercó... La golfa, a la que el relato iba produciendo una alegría sin límites, quiso embromar a la muchacha. -—Vamos, sí; que te ha salido un novio. Eladia, que no esperaba aquello, púsose muy colorada, y echóse a reír. — ¡Señorita!... Empezó a hablar- me, y yo al principio no he queri- do hacerle caso, pero ya me dio fati- ga y... —¿Qué te ha dicho? —Me ha preguntado si yo estaba sirviendo aquí, y al decirle que sí... TRAVIATISMO AGUDO 145 —-Te ha dado una carta; tráela. —No, no me ha dado nada; es de- cir... me ha dado una peseta para que yo le hiciera un favor. Nada más que decirle si la señorita iba a salir esta noche y si yo sabía dónde iba. —¿Se lo has dicho? —Yo sentiría que la señorita se enfadiise, pero es que estaba viendo que si no se lo decía no me dejaba entrar en casa. —¿Qué le has dicho? ¿Que voy al teatro? —Que la señorita tenía pensado ir a la Zarzuela... —Y hasta el número del palco le habrás dicho. ¡A ver si te crees que soy tonta...! —Señorita... 10 146 JOAQUÍN BELDA —No, hija, no; si no me enfado. —Yo le he dicho que esta mañana me habían mandado por un palco. —Bueno; pues no malgastes las dos pesetas que te handado por la noticia. —¿Cómo sabe la señorita que han sido dos pesetas? —Mujer, porque tú me has dicho que una, y yo sé que siempre, al contar las propinas^ las reducís a la mitad.. . Bueno; di a Juana que quie- ro cenar a las ocho y media en pun- to, y si ves que a las diez menos cuarto no está el coche abajo, te agarras al teléfono y no lo sueltes hasta que no haya venido. — Muy bien, señorita. Volvió al tocador, y en la mit'^d del pasillo se detuvo para decir: TRAVIATISMO AGUDO 147 —Oye, di a la señorita Rosalía que ali^^ere, porque si no está lista para la hora de salir me vcy yo sola. Le había entrado una prisa loca, un ansia porque aquellas horas que faltaban para la función pasasen en un vuelo. Cuando entró de nuevo, Manolo notó en ella una alegría nerviosa que no tenía al salir; el cambio no le chocó, pues estaba acostumbrado a estas veleidades de su amiga; tampoco se molestó en indagar la causa. ¿Para qué? La base de aquella tenue íeiicidad que para Manolo suponía el estar al lado de Leticia, era precisamente la au- sencia de todo análisis. Sentada otra vez ante el espejo, el peinado, que ya había dado por 148 JOAQUÍN BÉLDA concluido antes d^^ salir, parecióle ahora que no estaba bien del todo. ¡Claro que no! El pelo caía mucho más por este lado que por el otro; además, el ondulado de esta banda de la izquierda, por lo demasiado geométrico, parecía hecho sobre pelo postizo. ¡Qué horror! Y cuando ya no sabía qué nuevas cosas hacer con su ¿abecita para que resultase perfecta, estuvo a punto de echarse a reir. ¡Qué estú- pida! No había tenido en cuenta que iba a llevar sombrero, y que por debajo de él apenas se la verían los tufitos cubriendo las orejas... Aun- que, ¡quién sabe! Es costumbre quitar el sombrero de la cabeza al llegar cierto trance, y bueno era ir preparada para todo. TRAVlATJbMO AGUDO 149 La cara, sí; en ella había que es- merarse. Pero como ciertos detalles —la boca, los dientes...— no podían ultimarse hasta después de la comi- da, dedicóse ahora con preferencia a los ojos. No era muy amiga de pintárselos, pues los tenía tan bonitos que poco podía añadir a ellos el afeite; pero sí acentuar un poco sus cualidades naturales, aumentar el brillo, alar- gar la raya de los lados en las dos direcciones, recargar la tiniebla de las ojeras, como una mancha de moras sobre un fondo de leche. A las ocho y cuarto ya estaba sentada a la mesa en compañía de Manolo. Apenas comió; una excita- ción nerviosa, una desgana, la obli- gaba a llevar sólo a la boca un pe- 150 JOAQUÍN BELDA dacito pequeño de cada cosa^ tra- gando como quien traga un medica- mento desagi-adable. En cambio se bebió cinco vasos de vino, cada uno de un golpe, y fué echando al estó- mago, con verdadera glotonería, unos ejemplares de encurtidos que picaban de un modo rabioso. Aque- llo se lo pedía el cuerpo con voces tan fuertes, que no era posible des- oirías. V A los postres se despidió Manolo, pues presumía que de allí en ade- lante no iba a hacer más q\:e estor- bar. Leticia volvió al tocador, y, durante una hora, terminó la obra del que pudiéramos llamar estuco personal, hecho hoy con más dete- nimiento que nunca. Bajaban ya por la escalera las TRAVIATISMO AGUDO 151 dos hermanas, cuando el coche se detenía a la puerta. Un segundo más de retraso, y el cochero se hubiera ganado una bronca. Por el camino, Leticia, sin hablar palabra, iba riñendo una batalla consigo misma. Era como si algo dormido en su interior desde hacía muchísimo tiempo— acaso desde sus primeros años de mocita— se le hubieáe ido despertando poco a poco en aque- llos últimos días, para hacerlo del todo en esta noche. ¿Por qué no había de ser feliz? Otras de su oficio lo eran, y ella hasta entonces no lo había sido nunca. Verdadera y castiza profe- sional del amor, podía decir que— fuera de algún desliz tan pasajero TRAVIATISMO AGUDO 1")3 que sólo había durado unas horas— jamás había hecho traición al lema fundamental de su g^remio, que con- siste en no entregarse más que al dinero. En ese sentido tenía en Madrid justa fama de heroína; nunca había padecido ni chulos ni caprichos, pues aquel pobre de Manolo, más bien era una caricatura de ello, y ya se había convencido la g-ente. Pero ahora... El arreglo con Pe- rico Retamares la había proporcio- nado aquella tranquilidad de espí- ritu que hace falta para pensar se- riamente en ciertas diabluras. Y como el alma humana es insaciable y ve siempre un más allá en todos los horizontes, ahora que Leticia, con el porvenir asegurado, era casi 154 JOAQUÍN BELDA feliz, quería serlo del todo. Lo exi- gía como un acto de suprema justi- cia, como una reparación que le debían a cambio de sufrimientos pasados. Muy temprano, cuando apenas había nadie, entró en el teatro: al subir los escalones que conducen al pasillo de plateas se encontró de re- pente con su cortejo. Indudable- mente^ el chico estaba allí en ace- cho; pero el encuentro fué tan in- esperado para los dos, que se que- daron cohibidos, tan rojos él como ella, pues también las piculinas, aunque haj^a quien no lo crea, se sonrojan a veces, con unos resulta- dos maravillosos. Aquí, se repuso él antes que ella: la dejó pasar sin decir nada; vol- « TRAVIATISMO AGUDO 155 vióse rápido, y mientras Rosalía daba al acomodador el billete de la platea, Daniel dió unos pasos como para acercarse a Leticia; coincidió esto con el volverse de ella hacia donde el joven estaba, y entonces, como si en los ojos de aquella mujer por tanto tiempo deseada viese algo raro que autorizase todas las auda- cias, el muchacho, desechando por un momento su timidez de siempre, la pidió con un ^"esto que le diese uno de los claveles que como ador- no del pecho llevaba. La golfa sonrió, quedóse un mo- mento mirando aquel manojo de flo- res rojas que sobre el fondo negro del traje parecían un gigantesco coágulo de sangre, y arrancando una la ofreció al mancebo. 156 JOAQUÍN BELDA Rosalía estaba ya dentro del pal- co y el acomodador había entrado con ella a pretexto de arreg^lar las sillas, pero acaso para dejar a los otros dos solos en el pasillo. En éste no había nadie, y cuando Daniel to- mó el clavel de la mano de su ama- da, hizo ademán de besársela. Rápidamente esquivó ella el ges- to y metióse también en la platea, mientras decía en voz baja: — ¡Por Dios! Pueden vernos. . . Daniel fué a ocupar su puesto en la sala. Experimentó gran contra- riedad al ver que su butaca caía al lado contrario de la platea de Leti- cia, y tan cerca de la escena, que sólo volviendo la cabeza muy vio- lentamente, podía verla desde lejos. Como la doncella, por ignorarlo, TRAVIATISMO AGUDO 157 no le había dicho el número del palco, no pudo hacer una combina- ción estratégica, y lo dejó en manos del azar. Por esta vez el azar ha- bíale sido contrario y, además, iba a proporcionarle una tortícolis. ¿Tendremos que decir que el jo- ven apenas se enteró de lo que pa- saba en el escenario? Como visto confusamente entre nubes, recorda- ba un coro de soldados que se acer- caba a una ventana en la que había una mujer y entonaba una serenata; al público le gustaba mucho aque- llo, pues, entre grandes aplausos, obligaba a la repetición . Daniel se volvía de continuo ha- cia el cénit de sus amores v notaba complacido que Leticia no dejaba de mirarlo; estuvo a punto de des- 158 JOAQUÍN BELDA mayarse de júbilo al ver que por dos veces le dirigió los gemelos con cierta intensidad. ¿Qué más pouía apetecer? Su ima- ginación, que parecía fabricada con pólvora, le gritaba que ya lo tenía todo y que en la sencilla simplici- dad de aquel minuto en que le en- tregaron la flor había conquistado un mundo. El había oído decir que esta clase de mujeres se enamoran a veces sinceramente de un hombre. ¿Por qué Leticia no había de ser una de ellas? Por lo menos, hasta ahora, las cosas parecían ir por el mejor camino, que es siempre el más corto. Terminó el acto, y el pollo, al no- tar que el público estacionado en el pasillo central le impedía ver a su amada, levantóse y salió. TRAVIATI5M0 AGUDO 159 Instintivamente, y como un so- námbulo que no ve por dónde ca- mina, encontróse a la puerta de la platea. Ahora el pasillo no estaba como antes; unos señores de las otras plateas habían salido a fumar, y era constante el ir y venir de per- sonas por la puertecilla que daba al escenario. Daniel paseábase nervioso de punta a punta, montando una cen- tinela de honor ante la platea. Al pasar frente a ella pensaba cuan feliz seria si en aquel momento la puertecilla se abriese un poco y sa- liese por ella una mano enguantada llamándole. Pero no; aquello era demasiado. Leticia no podía hacer eso, pues al- guna diferencia tenía que haber en- 160 JOAQUÍN BELDA tre ella v las damas de la calle de Ceres, que llaman a voces desde el portal a los soldados de la guarni- ción. Era absurdo, pero él se recreaba en el absurdo. Sólo el que haya pa- sado unos momentos de ansiedad ante una puerta tras la que se es- conde la felicidad, podrá saber lo que pasaba en aquel momento por el ánimo del muchacho. Es el dintel del aula donde nos acabamos de examinar y por el que ha de salir el sobresaliente o el suspenso; es la en- trada al despacho del médico que ha de decirnos si esto que notamos en el pecho es la tisis o un poco de reuma; es la puerta del toril, frente a la cual espera el torero que salga un miura con dos cuernos como to- TRAVIATISMO ACUDO 161 rres... En tales casos, y en otros parecidos, la madera de que se com- ponen las puertas toma para el que aguarda un aspecto de cosa sa- grada. Daniel creyó que soñaba. Porque la platea se había abierto con mucha cautela, de tal modo que nadie que no estuviera muy atento lo habría notado: sólo un cuchillo— desde lue- de luego, de postre— separaba la ho- ja del marco^ y por él unos ojos atisbaban el pasillo. Al principio no debieron encontrarlo muy de su gusto, pues el cuchillo no aumentó de tamaño. Aquellos ojos, ¿eran los de Leticia o los de la otra? Daniel no lo sabía.. . Pero pronto, aprove- chando un momento en que tres pa- seantes fumadores marchaban de u 162 JOAQUÍN BELDA espaldas, la puerta abrióse un poco más y la golfa dejóse ver, son- riendo. En rigor, no es que le decía que pasase; pero el joven comprendió cuál era su deber, y pasó. La mano de ella, que no había soltado el pes- tillo, tornó a cerrar con tanta pre- mura que casi cogió con el cierre los faldones del recién llegado. —¡Hola! ¿Qué tal?— dijo ella sin dejar de sonreír. Eso estaba bien; se veía que era una mujer educada; lo primero pre- guntar por la salud, aun tratándose de un momento tan solemne como aquél. Y el chico, para ponerse a tono, contestó: —Muy bien. ¿Y usted? — Bien. Siéntese... TRAVIATISMO AGUDO 163 Y así lo hicieron los dos en el banco de terciopelo rojo quehabíaen el antepalco: Rosalía quedaba afue- ra, en el público; como para llamar a los bomberos si hacía falta. Estuvieron un momento callados y de pronto empezaron a hablarlos dos a la vez. Pero él, galante, y porque lo encontraba más cómodo, cedió la vez a ella. — ¡ Ay que ver! Si nos vieran aquí solos... —No creo que estemos haciendo nada malo. —No, malo no, pero... —Yo creo que bien me merezco un ratito como este, después de todo lo que llevo padecido. —¿Usted? ¿Y por qué ha pade- cido.^ • 16-1 JOAQUÍN BELDA —Ya se lo puede figurar. Pero no...; hay cosasque usted, por ejem- plo, no se podrá imaginar nunca. Iba exaltándose a medida que ha- blaba. — Usted no sabe lo que se sufre, lo que se padece cuando se desea con toda el alma una cosa que sabe uno no ha de poder alcanzar nunca. No hay en el mundo martirio igual, y es para volverse loco. Ver a una mujer a todas horas, por la calle, en los teatros, rozándose con uno, y, sin embargo, no poder acercarse a ella, porque sabe uno que al to- carla se le escaparía de las manos. Daniel, sin duda, para que ésta de ahora no se le escapase, la había cogido de una de ellas. —En presencia de esa mujer se le TRAVIATISMO AGUDO 165 abren a uno de pronto unos deseos terribles de besarla, de comérsela: es una necesidad física, material, y tan imperiosa como pueda ser la de comer o la de beber. Y tiene uno que aguantarse el hambre y la sed, porque las conveniencias sociales, esas ridiculas faramallas que he- mos inventado los hombres para martirizarnos, nos atan de pies y manos. Leticia, muy callada, escuchaba al joven; en su timidez, en su falta de arranque, visto desde lejos, nun- ca se lo hubiera figurado tan vehe- m mente. Le gustaba oirlo hablar asi, encendido en el fuego de sus pro- pias palabras, en aquella obscuri- dad del antepalco, que parecia una gruta muy lejos del mundo. 166 JOAQUÍN BELDA En una pausa de él, le preguntó, tuteándole de repente: —¿Cómo te llamas? — Daniel. —Y, ¿vives aquí con tu familia? —Con un hermano mío. —Y, ¿qué...? ¿Te gusta mucho mi vecinita? Quedóse absorto: no sabía de qué le hablaba. Ella, por divertirse un poco, insistió. — La que vive en mi casa, en el piso de arriba. ¿No es por ella por quien paseas la calle? El se indignó un poco. —Vamos, Leticia, no seas mala. — ¡Ah! ¿Sabes cómo me llamo? —¡Qué gracia! ¡Tú verás! —¿Te lo ha dicho esta tarde mi doncella? tRAVIATISMO AGUDO 167 —No, mujer. . . Yo lo sé como lo sabe en Madrid todo el mundo. Con un leve dejo de melancolía replicó ella: —¡Claro! Soy tan conocida... El creyó haber dicho una imperti- nencia y se apresuró a borrar el mal efecto. —No te habrás enfadado por lo que te dicho... —¡Calla, tonto! ¿Porqué? — He querido decir que te conozco y sé cómo te llamas desde hace mu- cho tiempo. — ¿Quién te ha hablado de mí? —No, así en particular, nadie. Yo te vi una tarde en el coche, hace ya muchos meses; fué la primera vez. —¿Desde cuándo estás en Madrid? —Dos años. 16S JOAQUÍN BELDA Leticia se tranquilizó; por mu- cho que le hubiesen contado, no era probable que lo supiera... todo. Ella misma casi había olvidado una bue- na parte. Había empezado el acto y se oía desde allí el chín-chín de la orques- ta. Ninguno de los dos pensaba en separarse; pero Daniel quería con- cretar un poco más. —Yo quisiera, Leticia, quede aho- ra en adelante supiera dónde te podía ver. Por ejemplo: mañana tarde. —¡Verme! ¿No me estás viendo ahora.^ —Si, pero así no; has de tener en cuenta que yo te quiero mucho. Era la primera vez que se lo de- cía, y la fíolfa quiso juguetear un poco con la declaración. TRAVIATISMO AGUDO 169 — ¡Quererme! No es posible. ¿Cómo vns a querer a una persona a quien acabas de hablar por primera vez? —No impurta. Yo te ase.^uro que te quiero desde hace mucho tiempo. — ¡Ca!... Te engañas. Créeme a mí; yo sé algo de estas cosas. —Pero yo, en cambio, sé lo que me pasa a mí. —Y ¿qué te pasa? —Lo que no me ha pasado nunca: desde hace una temporada tengo siempre unas ganas feroces de ver- te... Yo sabía que sólo era de lejos y sin poderme acercar a ti; pero aun así, al ir a un teatro o a un paseo y no encontrarte, me entraba una tris- teza muy grande, como si nada de lo que allí veía me interesase. En cambio, si estabas tú, ya todo me 170 JOAQUÍN BELDÁ parecía de color de rosa. Cuando a uno le ocurre eso con una persona, es que la quiere, no te quepa duda. — ¡Bah! Simpatía... —No estoy conforme. A mí hay muchas personas en el mundo que me son simpáticas; cuando voy a alguna parte y me encuentro con ellas, experimento una alegría, eso es indudable; pero si no las veo, ni me entristezco ni las echo de menos. A ti y a todo el mundo le pasa lo mismo. No contestaba; había puesto la mano que le quedaba libre sobre las dos de él, y así, con las cuatro cru- zadas, parecían aguardar que desde lo alto otra mano invisible les echa- se una bendición, uniendo sus des- tinos para siempre, tRAVlATISMO AGUDO 171 Tras una pausa, le suplicó ella, con la timidez del que aguarda no ser obedecido: —Oye: ¿por qué no te marchas ya?. .. Estamos aquí mucho tiempo y. . . no vayan a extrañarse de que na salga al palco. —¿Extrañarlo? ¿Quién? —No, nadie; la gente. — ¡Bah! ¿Tú qué tienes que ver con nadie? —¡Ojalá! Eso creerás tú... Daniel se acercó aún más a la golfa para decirla casi al oído: —¿Si?. . . ¿Quién manda en ti? Di- meló... Pero ella se puso en pie: —Anda, de verdad; márchate. —Me voy; pero dime dónde nos podemos vernos mañana. 172 JOAQUÍN BELDA —¿Mañana?... Quedó pensativa. — Mañana no vo}^ a poder. —¿Tanto tienes que hacer? — Mira, verás; vamos a hacer una Cosa; por la noche podemos vernos en cualquier teatro, como ahora, y quedamos de acuerdo para vernos pasado en otro sitio. Iba a protestar, pero ella le dijo, poniéndose muy seria: — Tienes que ser obediente; si no, más vale que lo dejemos. Yo no pue- do hacer siempre lo que quiera... a menos de comprometerme... Eran las mismas palabras de Mar- garita a Armando al darle, en una de sus primeras entrevistas, tan sa- bias lecciones de chulería. Eran las palabras que empleaban siempre TRAVIATISMO AGUDO 173 las del gremio en circunstancias análogas; parecía que se ponían todas de acuerdo ; pero preciso es convenir que en esas palabras, que envuelven tanta vergüenza y tanta humillación para el que las escucha, hay mucho de razona- ble. Daniel asintió a todo. Haría siem- pre lo que ella le dijera; sólo pedía que no le mandase cosas superiores a sus fuerzas. Se despidieron con un beso, el primero, y el joven se llevó en sus labios una buena dosis del carmín que había en los de ella. Cuando salía por el pasillo iba pasándose la lengua por los morros. Experimentaba un sabor a cacao muy agradable. 174 ^ JOAQUÍN BELDA Cuando se acostó aún seguía sa- boreando el dulce producto tropical, como si tuviese en la boca una pas- tilla imaginaria. " Estaban los dos encerrados en la alcoba de ella, sentados junto al balcón, y viendo desde allí el trozo de acera por donde él había pasea- do tantas veces. Leticia, para recibir al muchacho, había tomado toda clase de precau- ciones. Si venía Manolo le dirían que la señorita había salido y que, como cenaba fuera de casa, no vol- vería hasta muy tarde. Para todas las visitas regía la misma orden, y, además, había dispuesto que todos los habitantes de la casa, excepto Eladia, se recluyesen en la cocina y comedor, procurando 176 JOAQUÍX PELDA no salir de allí en toda la tarde. Quería hacerse la ilusión de que estaba sola con su amado. En cuan- to a Santitos, si lloraba mucho y se ponía muy pelma, que se fuese el ama con él a la Castellana y no vol- viese hasta anochecido. Así, cuando a las cinco en punto lleg'ó Daniel, según lo convenido, la doncellita le abrió la puerta y lo pasó al salón. Presentóse en seguida en él la dueña de la casa, y, cogién- dole de una mano, lo llevó a la al- coba y cerró todas las puertas por dentro. Una horalaiga llevaban ya jun- juntos y, en rigor, no podía decirse que hubieran quebrantado grave- mente ninguno de los mandamien- tos, pues no eran más que faltas le- TRAVI^TISMO AGUDO 177 ves los besos que se habían propina- do como aderezo del diálogo. Es decir, había uno de los precep- tos del Decálogo, el octavo, que prohibe a rajatabla la mentira, con el cual Leticia había hecho bonita- mente un poco de juegos malabares. Influida por la hora, por las frases amorosas del muchacho, y hasta por el aspecto de la calle en esta tarde del ñnal de Marzo, que pare- cía de Noviembre por lo triste y desabrida, habíase creído en el caso de contar al novio la historia de su vida. —Yo vivía en Málaga—le había dicho, mirando al cielo pardo casi durante todo el relato— con mis pa- dres; mi padre era abogado, y a mí me salió un novio cuando acababa 12 178 JOAQUÍN BELDA de cumplir los quince años. Era un chico de mu\^ buena familia, hijo de un general, y ya una noche, a la sa- lida del teatro, me escapé con él y estuvimos quince días escondidos en casa de una que había sido cria- da nuestra. Mi novio, que era un canalla, después de lograr de mí todo lo que quiso, me abandonó m?jxhándose a Málaga; 5-0 no tuve noticias de él hasta cinco años más tarde, que me enteré que se había casado con una muy rica en Barce- lona. Volví a mi casa, y mis padres no quisieron admitirme. Entonces yo escribí a una hermana de mi ma- dre que vivía aquí en Madrid — ¡ya se ha muerto la pobre!— y me vine con ella... Y aquí, pues, ¡qué te voy a contar! Conocí a Fabio Hornedo, tRAVlATISMO AGUDO 179 que seg'uramente le habrás oído nombrar, él me puso esta casa y. . . ¡nada más! Si Campoamor hubiera escucha- do este raconto, habría tenido un motivo más para construir su céle- bre frase: «No creo en la Historia Antigua desde que he visto cómo se escribe la Historia Moderna». Por- que, en efecto, la señorita de Robles, obrando en este acaso como todos los historiadores desde Tácito a César Cantú, había dejado volar un poquito la fantasía, y contado, más que la historia real, la que ella hu- biera querido vivir. Las variaciones no eran muchas. No vivía en Málaga, sino en Sevilla; su padre no era abogado, sino al- guacil de uno de los Juzgados; no- 180 JOAQUÍN BFXDA vio formal no había tenido ninguno, aunque sí una larga ristra de pre- tendientes, porque en aquella época la chiquilla era un primor; y el epi- sodio de su venida a Madrid se ha- bía desarrollado de la siguiente ma- nera, digna de un madrigal: por las ferias de Abril había ido a la ciudad de la Giralda la célebre Jeresana, dueña del prostíbulo de más postín de Madrid; la famosa celestina iba por atún y a ver al duque; es decir, a divertirse lo que pudiera en el Prado de San Sebastián, y a traerse a Madrid cuatro mujeres jóvenes y guapas que sirvieran para refrescar la plantilla de sus pupilas. Todos los años hacía un viaje igual la noble dama; era algo así como una recluta para remozar los TRAVIATISMO AGUDO 181 cuadros y cubrir las bajas de las que se habían echado a perder o habían salido comprometidas. En este año pasaba una mañana por la plaza del Salv^ador, y en la cola formada para coger agua de una fuente vio una muchacha alta, bien construida, con unos ojazos y un pelo negro azaba- che, que tenía un marcado sabor moro. Era Leticia, que entonces no se llamaba más que Gregoria. Seguramente se trataba, por el aire, de una persona decente; pero como la Jerezana^ amaestrada por una desgarradora experiencia, acos- tumbraba reclutar sus huestes en todos los campos humanos, fué si- guiendo a la muchacha hasta su casa, que estaba allí a la vera, como dicen eu el país, 182 JOAQUÍN BELDA El pretexto para hablar con la madre lo halló bien pronto; tardó una semana en convencerla, pero, al fin, uno de los primeros días de Mayo salieron para Madrid, en el expreso, la Jerezana y Leticia, que desde hacia unas horas se llamaba así, e iba vestida de señorita, con bastante buen gusto por cierto. No se trataba de una venta; la al- cahueta protestaba sólo ante la idea. Y bien claro se lo había dicho a la madre: — Su hija de usted es de usted, y de nadie más. Cuando quiera veila o necesite algo de ella, \^a sabe dón- de está. Y, sin duda para que se con- solase de la ausencia, le dio un billete de mil pesetas, primero TRAVIATISMO AGUDO 183 que la buena mujer veía en su vicia. Esos doscientos duros y lo que se gastó en vestirla y en el viaje, fué en rigor lo que le había costado la adquisición de la muchacha. Al mes de estar de pupila en su casa de la calle de las Infantas, va Leticia había pagado al ama la deuda con creces. Durante los tres años que estuvo allí la muchacha vino a salir a unos tres revuelcos diarios. Medio Ma- drid masculino desfiló por sus bra- zos, y no había hortera con algún dinero de sobra, ni jugador a quien se le hubiera dado bien la noche, que no acudiera a terminarla en casa de la Jerezana y en la alcoba de Leticia. Tuvo muy buenos amigos, gente 184 JOAQUÍN BELDA de rumbo y genei'osa que al pagar muUiplicaba por dos o por tres los cinco duritos del arancel y guarda- ban para la niña miniada de la casa todas sus atenciones. A todos ellos, cuando lue^o la niña subió y fué ganando en postín, les volvía rabio- samente la espalda al encontrarlos en teatros y paseos; eran como no- tarios molestos que pudieran dar fe de sus miserias pasadas. Ella hubie- ra tenido una gran satisfacción si todos se hubieran muerto de un golpe. La casa de la Jerezana tenía bue- na sombra para las mujeres: la mi- tad de las golfas de coche y piso propio habían pasado por ella, y en Leticia cumplióse, una vez más, el buen augurio de la casa. No tenía TRAVIATISMO AGUDO 185 apenas más que die/. y ocho años cuando un comisionista catalán, que acababa de establecerse en Ma- drid y quería celebrar el buen éxito de sus negocios normalizando un poco su vida, la sacó de la casa y la puso un pisito modesto en la calle de Belén; a los seis meses el hombre liquidó sus negocios para marchar- se a América, y liquidó también a la querida. Leticia pasó de uno a otro amante con suerte diversa, y en una mala época que se le puso el santo de es- paldas y que duró más de un año, hasta pensó en volver al dominio de la Jerezana, confesando con hechos su derrota. Se salvó en una tabla, y la tabla fué un primo de Fabio, que la cogió al principio del verano y la 186 JOAQUÍN BELDA paseó por todo el Norte, como quien pasea un automóvil nuevo. Cansóse muy pronto, y entonces fué cuando Fabio se hizo cargo de ella, subién- dola de golpe al rango de cocotte de postín. Como ve el lector, salvo estas pe- queñas diferenciaciones, el relato que Leticia había hecho a Daniel era verdad. Por lo menos él cons- tituía la verdad oficial, y el ena- morado no tuvo inconveniente en creerla. Cuando terminó la narración se había hecho de noche, y muy pega- dos los dos a los cristales del balcón miraban la obscuridad de la calle, que, sin comercios por aquella par- te, sólo se aclaraba con un resplan- dor fugitivo el paso de los tranvías. TRAVIATISMO AGUDO 187 Quiso ella dar luz, pero Daniel se lo impidió: —No, espera; mejor estamos así. Le había pasado un brazo por la cintura, y le decía al oído unas co- sas muy raras, que ella no sabía con- testar. Eran frases sueltas, de una lujuria melancólica, de un apasiona- miento enfermizo, como el de aquel cielo del crepúsculo que moría allí frente a sus ojos. El la quería, y la quería acaso porque presentía su historia, porque adivinaba en ella una cadena muy larga de amargu- ras. Tal vez si se hubiese tratado de una mujer. . . de las otras, de las que la gente llama honradas, habría pa- sado por su lado sin dejar más im- presión que la momentánea y epi- dérmica que deja siempre la belleza. 188 JOAQUÍN BELDA Daniel era sincero, mucho más de lo que él mismo se creía; porque era la corrupción, ese no sé qué de po- drido que hay en estas hijas del Amor— como lo hay en el queso de Rochefort, en las ostras, en algunas marcas del champagne, y perdonen estos sabrosos artículos la compa- ración—, lo que le había atraído en ella, lo que le atraía en todas, por- que en realidad era a todas las del gremio a quien amaba en la perso- nificación adorable de Leticia. Y luego, la Literatura... Es in- calculable lo que esta sirena ha puesto en la figura de ciertas muje- res, desde aquella pecadora Magda- lena^ que detuvo por un instante la marcha de Jesús hacia el Calvario, hasta la última trotacalles, quepre- TRAVIATISMO AGUDO 189 sume de sacar incólume el corazón de todas sus batallas entre sába- nas. ¡Era tan airosa la figura del hom- bre amado de verdad por una de es- tas mujeres...! Como ellas son, en realidad, las únicas que pueden ele- gir, entre ciento, el elegido resulta así como sublimado — y en esto de sublimado no hay la menor alusión farmacéutica — como realzado so- bre los demás. — Anda..., anda... Le decía el muchacho entre frase y frase, queriendo llevarla al fondo de la habitación. ^Anda..., anda... ¡Sé buena con- migo! No le decía dónde quería que an- duviese, pero no hacía falta. Ella 190 JOAQUÍN BELDA seo^uía muda, hierática, como si en rigor se hubiese entregado ya. Y, en efecto, poco a poco, con pa- sitos menudos hacia atrás, y apoya- da en los brazos de él para no caer- se, iba andando la golfa. Sentíase desfallecida, como sin fuerzas para representar la comedia de siempre en estos casos, cuando se tumbaba pensando en las cuentas que paga- ría con el producto de aquel tumbo. Y al mismo tiempo tenía miedo, un miedo angustioso á la desilusión, un temor al desengaño si no encontra- ba en el fondo de aquella entrega toda la grandeza que apetecía. Le gustaba el muchacho, pero, ¿le seguiría gustando... a la hora de entrar a matar? Ya le había ocurri- do eso con algunos hombres; pero TRAVIATISMO AGUDO 191 ahora lo lamentaría más, por adivi- nar en él una fe y una sinceridad que no había visto en los otros. Todo esto lo pensó en un minuto, que fué lo que tardó en darse cuenta de que el borde de la cama le roza- ba en las corvas, y una presión del muchacho la hacía caer en el lecho boca al cielo... Fué todo como una seda. Pero Daniel, después de haber sido du- rante tres segundos el ser más feliz de la creación, quedóse absorto al principio, y después aterrorizado, al ver que Leticia, dejando de agi- tarse entre sus brazos, quedaba in- móvil, sin que se le notase apenas la respiración, y yerta, con una frial- dad de acabamiento. Como un re- lámpago corrió por la mente del jo- 192 JOAQUÍN BELDA ven la idea de que aquella individua se le hubiese quedado muerta entre los brazos. De todos los finales de su aventura era éste el único que no se le había ocurrido. Pero no; Leticia se agitaba de vez en cuando y exhalaba unos gruñidos broncos, como si la martirizasen. Después volvía a caer en el vacío. Media hora después despertó como de un sueño. Tuvo que ir haciendo esfuerzos mentales para ir recor- dando gradualmente lo ocurrido. Al ver el espanto del muchacho se apresuró a tranquilizarle, mientras se lo comía a besos, como para dar- le las gracias. —No te asustes... Siempre me pasa lo mismo: me quedo así como muerta. TRAVIATISMO AGUDO 193 _ ■ ■ T ¡¡Siempre!! Daniel asombróse mu- cho más ahora que antes. ¡Siem- pre! Era como si un albañil, acostum- brado a pasar la vida en lo alto de un andamio, notase cada día, al su- bir a él, el vértigo de las alturas. 13 El pobre Manolo tardó muy poco en enterarse de todo. Lo que le puso sobre la pista fué que casi siempre que llegaba a casa de Leticia, donde hasta entonces ha- bía entrado como en la suya propia, le saliese la doncella al encuentro con la misma frase: —La señorita no está. Y no era eso sólo. Antes, cuando se daba ese caso, Manolo pasaba, y jugando con Santitos, o simplemen- tefumando cigarrillos en una butaca del gabinete, esperaba el regreso de su amiga con la calma del hombre que lo tiene todo hecho en este mundo. * TRAVIATISMO AGUDO 195 Ahora, en cambio, si intentaba pa- sar, Eladia, como quien cumple un encargo penoso, le atajaba: — Ha dejado dicho que vendrá muy tarde, y que vuelva usted ma- ñana a esta misma hora. Y un día decidió espiar. El hueco de la puerta de un garage que había en la acera de enfrente le sirvió a maravilla. Llegó a casa de Leticia, y Eladia le salió con la canción de siempre: —La señorita no está. Ha dicho que volverá muy tarde y que haga usted el favor de venir mañana a esta misma hora. —Bueno, bueno. Recuerdos. Bajó las escaleras. Salió a la calle, dobló la esquina para disimular, y, dando la vuelta a la manzana, apa- 196 JOAQUÍN BELDA recio por el extremo opuesto y se instaló en la puerta del garage, pro- curando confundirse con el muro. La espera no fué corta. A las siete, las sombras de la noche vinieron a prestarle ayuda, pues para verle ha- bría hecho falta estar encima de él. En cambio, gracias a la potente luz del portal, se distinguía perfecta- mente al que entrase o saliese de casa de su amiga. ¿Quién sería? Retamares no esta- ba en Madrid; y si es que Leticia se había buscado un sustituto durante la ausencia del querido, ¿cómo no se lo había dicho a él? Otros secretos ma- yores le había confiado. ¿Por qué le ocultaba este trapicheo de ahora? Vio entrar y salir hasta seis o sie- te personas, vecinos todos, o gente TRAVIATISMO AGUDO 197 habitual de los otros pisos de la casa, a quienes Manolo se sabía de memoria en fuerza de tropezárselos en las escaleras. A las ocho y media salió Daniel y cruzó rápido la calle. El espía notó que en su cerebro se aclaraba de re- pente el misterio. Recordaba haber visto a aquel mequetrefe, al venir él por las tardes, parado en la acera de enfrente, como un farol. Nunca pensó que estuvieseallí por Leticia. Por lo visto, así era. Si alguna duda le quedaba, ahora se le desva- neció del todo, porque el polluelo, ganando la acera, se volvió a mirar a los balcones, como en una román- tica despedida. Y, en efecto: en el que correspondía a la alcoba de Le- ticia se vio una silueta de mujer y 198 JOAQUÍN BRLDA ur.a mano que se agitaba, como di- ciendo: ¡adiós! El otro hizo lo mis- mo. Siguió la calle, y aún se volvió tres o cuatro veces antes de perder la casa de vista. A Manolo siempre le había pare- cido Otello un personaje anacróni- co. Para él un hombre celoso era algo tan fuera de época y de am- biente como lo sería el señor que saliese a la calle en silla de manos. Pero lo de ahora resultaba un poco grave. La curiosidad solamente le había tenido dos horas de acecho; quería saber... por saber, creyendo siem- pre que el sustituto provisional de Retamares sería uno de tantos de la inmensa lista de cabritos que Leti- cia llevaría al valle de Tosafat. TRAVIATISMO AGUDO 199 Pero no; el pelaje, la misma edad y ese no sé qué de las personas, que establece al momento diferencias, decían muy claro que aquel pollo recién salido de casa de su amiga no había dejado en ella ni una pe- seta. Con tal de que no se hubiera lle- vado algunas... Aunque no lo creía; Leticia defendía siempre su dinero con tesón, y para sacarle una pese- ta, no siendo para moños y trapos, había que amarrarla» De todas maneras, la cosa era grave. Desde luego, en todo el tiem- po que él la conocía era la prime- ra vez que se le había planteado un problema así. ¡Las mujeres! Si aque- lla golía quería chulear un poco y darse cuenta del sabor de las cari- 200 JOAQUÍN BELDA cias cuando no hay dinero por me- dio, ¿no le tenía a él allí? Y nunca como ahora vio tan claro el papel de mueble inútil que él representaba en aquella casa. Puesto que ya el pájaro había vo- lado, Leticia no tendría inconve- niente en dejarle pasar; lo impor- tante era no estorbar, y 3'a no estor- baba. Subió, y antes de que la doncella hablase, la dijo: — Anda, no te molestes: ya sé que está. Dila que esto}' aquí. Y pasó decidido^ aunque con mu- cha calma. En realidad, no estaba indignado, sino más bien un poco... abollado. Se metió en el gabinete y oyó los pasos de ella en la alcoba inmediata. TRAVIATISMO AGUDO 201 Tosió fuerte para avisar que estaba allí. — ¡Hola!— fué todo lo que le dijo Leticia al entrar. —¿Qué? ¿Estás muy ocupada? Como lo dijo riendo y con cierto tono de chun^^a, la otra se escamó. —¿Por qué? —No, por nada. Ya he visto salir a ese. Su táctica con Manolo era no dar- se nunca por enterada de sus leves reproches: no quería concederle be- ligerancia más que como amigo, en el más puro sentido de la palabra. Y así, no oía nunca sus quejas ni sus consejos. Sin embargo^ ahora le chocó que se hubiera enterado tan pronto. — ¿A ese?... ¿A quién? 202 JOAQUÍN BELDA —Ya lo sabes. Me he cruzado con él por la calle. Negarlo sería faltar a la táctica. Con su hermosa libertad^ gracias a la cual sólo a Retamares tenía que dar cuenta de su conducta, hubiera resultado ridículo defenderse ahora con negativas. Afectando una gran indiferencia, leplicó: — ¡Ah! Sí; es un amigo. Ha estado aquí un rato. —¡Ya lo creo! Un rato largo; sus buenas dos horas. — No sé; no he mirado el reloj. Y tú, ¿cómo lo sabes? Manolo no contestó. Quedóse mi- rando a su amiga con una gran me- lancolía, y acercándose a ella que- jumbroso y llorón, como en sus pri- meras entrevistas, le dijo: TRAVIATISMO AGUDO 203 —Leticia, ¡por Dios!, ¿para qué haces eso? Ya sabes que yo te quie- ro bien;, te quiero desde hace mucho tiempo, no como ese mocoso, que te ha conocido hace tres días y se ha encalabrinado como lo que es: como un choto. Tú eres una mujer de ta- lento, no has sido nunca una loca. ¿Cómo no ves que ese pollcistre irá ahora por ahí envaneciéndose ante sus amigos de su entrada en esta casa, de los favores que tú le prodi- gas y de los que él invente? ¿Es que no conoces aún a los hombres? ¿No sabes que todos son iguales? —Pero, ¿qué dices, hombre? ¿A qué viene todo eso? —A qué viene... A qué viene.. .De- masiado sabes a qué viene. Pero hay una cosa que se te ha olvidado en 204 lOAQUÍN BELDA esta ocasión: ya ves que 3^0 soy hom- bre, y, por instinto, no debiera ha- blar así; pero la verdad es la verdad: la mayoría, la casi totalidad de los hombres que se acercan a una mu- jer como tú, lo hacen para que los demás se enteren de su triunfo. Sólo se puede creer en la sinceridad de su cariño cuando, como yo, sufren en silencio días y días, resignados con la esperanza de una remota recompensa que acaso no llegue nunca. — Chico, estás hoy muy charlatán. Anda, vamos a comer, que es ya muy tarde. —Come tú; yo no tengo ganas. — ¡Ay, por Dios, no te enfades, hombre, que no quiero ver a mi lado caras de mal humor! TRAVIATISMO AGUDO 205 —Tú estás muy contenta, ¿verdad? — Y si lo estoy, debes estarlo tú. Sabes que te quiero, que eres mi mejor amigo, el único de verdad. ¿Qué más quieres? —Todo eso, dicho en este momen- to, parece una burla. —No sé por qué. — Y luego no piensas en nada. Si Perico se entera, ¿crees que le haría gracia? ¿Ycrees'que faltará quien se lo cuente? Es que ahora que tienes un hijo ¿vas a jugarte tu porvenir y el suyo por ese desconocido? Con- migo has sido siempre más sensata. El, en cambio, había renunciado ahora a toda sensatez, porque abra- zando a Leticia por la espalda, la tenía sujeta contra su cuerpo, como temiendo que se le escapase. Y, 206 JOAQUÍN BELDA como el otro hacía un momento, hasta con el mismo tono de voz, iba intercalando entre frase y frase la misma palabra, que era a la vez una invitación y una súplica: —Anda..., anda... Sé buena con- migo... Únicamente añadía como último argumento: —¿Te parece que no he esperado bastante? Leticia sintió que la escena se re- producía. Lo que Manolo acaba de decirle era verdad; Daniel acaso no fuese más que un saltador de lechos, para luego contar a sus amigos, con detalles, el resultado de la lucha; Retamares podía enterarse y cortar por lo sano... ¡Sin embargo!. . . Una gran piedad hacia aquel infe- TRAVIATISMO AGUDO 207 liz Manolo la invadió de repente. Tal vez fuese más digno que el otro de recibir sus caricias, y, sobre todo, ¿es que había incompatibilidad entre los dos? Nunca como ahora se había dado cuenta de lo fácil que es para una mujer hacer feliz a un hombre, aunque sea momentáneamente. Si se entregaba al otro por cari- ño, ¿no podría hacerlo a éste por piedad? Así, por caminos distintos, se llegaría al mismo fin; otra cosa era imposible, pues Manolo, hasta ahora, no había sabido inspirarla amor... o eso que las mujeres lla- man así. El joven seguía apretando el cer- co moral y materialmente. — Anda..., anda.. .¿No te da pena?... Sí, era la misma escena de antes. 208 JOAQUÍN BELDA ¿Por qué no repetirla, como los can- tantes cuando les aplauden mucho? Sus carnes vibraban aún con el de- seo que Daniel, al menos por hoy, no había acertado a satisfacer del todo; cerrando los ojos y dejando volar un poco la imaginación, podía figurarse de un modo perfecto que era su novio el que volvía a tener entre los brazos. —Anda..., anda... Y fué. Ya había caído en la cama; ya Manolo, creyendo que soñaba, iba a demostrar a su amiga que entre hombre y hombre no ha}^ mucha di- ferencia, cuando en el pasillo de la casa se oj-ó la voz angustiosa de Eladia, que venía en busca de su ama. TRAVIATÍSMO AGUDO 200 —Señorita..., señorita. . . Venga usted corriendo... La señorita Rosa- lía se ha puesto mala. De un salto se había incorporado Leticia y apartado bruscamente a Manólo . — ¡Ay! ¿Qué es? Y salió como una loca, arreglán- dose precipitadamente el peinado. Manolo fué tras ella. En el fondo de la casa, hacia la cocina, se oía como un llanto sordo, y ese trajín que producen varias personas cuan- do tratan de ayudar a otra en un lance inesperado. — Pero, ¿qué es, mujer?— pregun- taba Leticia mientras corría por el pasillo . —Que le ha dado así como un ata- que. 14 210 JOAQUÍN BELDA En efecto; tendida en el suelo, en el centro de la cocina, estaba la es- cuálida Rosalía^ que ahora, muy amarilla e inerte, parecía un fideo caído de un paquete. No era cosa mayor: un disgusto con un pseudonovio, al que se ha- bía encontrado en el portal al vol- ver de la calle. Con un poco de éter y unos trastazos en las mejillas que la hermana le propinó, volvió a la vida en medio de unos hipos con- vulsivos. Al cuarto de hora todo estaba en orden en la casa, como si nada hu- biera pasado. Es decir, había pasado eso: un cuarto de hora. Y como, según el dicho vulgar, las mujeres se entre- gan a merced de uno de ellos. Mano- TRAVIATISMO AGUDO 2ll lo vio cómo SUS deseos se esfuma- ban una vez más, a punto de reali- zarse. Despidióse de mala gana, se mar- chó a la calle y fué a terminar la no- che en una casa de la Travesía de San Mateo. Por lo visto, la fatalidad se había propuesto que aquello no ocurriese. La primera vez el llanto de Santi- tos, ahora el ataque de Rosalía. Para hacer su3"a a aquella mujer iba a te- ner que llevársela lejos de la fami- lia, a una isla desierta. A Leticia y Daniel les había du- rado doce días la luna de miel. Esto, aunque parece un verso un poco lar- go, no lo es. En realidad era de las lunas más largas que se conocen, ya se trate de esposos o de amantes. Durante ella, sin hipérbole, podía asegurar- ' se que habían vivido el uno para el otro; el muchacho estaba en esa si- tuación de alegría incrédula del que ve realizarse un sueño que le ha ob- sesionado durante mucho tiempo. Creía en el amor de Leticia como se cree en lo que se ve y se toca. No era, pues, sólo cosa de novela eso de TRAVIATISMO AGUDO 213 que una mujer de la clase de piculi- nas se enamore sinceramente de un hombre después de haber conocido a muchos. En cuanto a ella, había pasado aquellos días como sin darse cuen- ta, abstraída en un mundo nuevo de sensaciones desconocidas. En reali- dad podían decir que habían vivido el uno para el otro; no había en ellos un pensamiento que no fuera para su amor, ni ocupación de más impor- tancia que la de estar juntos el ma- yor número de horas posible. Aprovechando la ausencia de Re- tamares, redujo su cuerpo a una castidad que sólo se alteraba entre los abrazos de Daniel; no salía ape- nas de casa, y aun en ella, las visi- tas de Manolo fué espaciándolas c^- 214 JOAQUÍN BELDA da vez más. Quería vivir sólo para él^ atacada también de un mal agu- do del corazón que la hacía olvidar- se de lo que era. Las dudas que por un momento había hecho nacer en ella Manolo pocas noches antes, se habían des- vanecido solas. Daniel era una per- sona decente, y además la quería con toda la vehemencia nerviosa y un poco torpe del que ama por pri- mera vez. Esto último era lo que más la ha- lagaba; porque no podía dudarlo: para el muchacho ella había sido la iniciadoraen el mundo nuevo, donde se entra lleno de fe pero con paso vacilante. Y aún no había llegado a preguntarse cuánto iba a durar aquello. Lo mismo él que ella creían TRAVIATISMO AGUDO 215 tener por delante una eternidad. ¿Por qué había de terminar nunca lo que tan felizmente comenzara? En la tarde del día decimoterce- ro, y cuando ella, detrás del balcón de la alcoba, esperaba la llegada de Daniel, entró Eladia con un telefo- nema. Era de Perico, desde Córdo- ba^ y no decía más que la estupidez siguiente: — « Llegaré mañana . — Retama- res.» El viaje había durado seis días más de lo proyectado; Leticia no ig- noraba que tenía que volver alguna vez el viajero, y sin embargo, este regreso que caía como una piedra en el lago sereno de sus días, la pu- so de repente de un humor horrible. En la exageración a que era tan 216 JOAQUÍN BELDA propensa su fantasía, parecióle que ya todo iba a acabarse para siem- pre, y aquel par de horas diarias que Perico la consagraba eran bastan- te a envenenarle el resto del día. Por primera vez Daniel, desde que la conocía, la encontró de mal hu- mor; y con esa injusticia patológica a que son tan propensas la mayoría de las mujeres, Leticia, cuando se disgustaba por algo, hacía partícipe de su disgusto a todo el que se le acercaba. El joven notó que al entrar, lejos de acoger sus caricias con la efusión gatuna de siempre, apenas le con- testó, y como él, extrañado, insistie- ra, hizo un mohín de franco disgus- to y acabó por rechazarle, dicién- dole: TRAVIATISMO AGUDO 21 — ¡Ay, hijo, por Dios, déjame! Se quedó de una pieza, y con la voz velada por el asombro, le dijo: — ¿Qué te pasa? —A mí nada... ¿Qué quieres que me pase? Lo dijo como quien quiere lanzar un insulto con una frase indiferente, poniendo toda la hiél en el tono y en el gesto. En realidad era otra mujer distin- ta a la Leticia que Daniel había co- nocido hasta ahora; una mujer que en nada se parecía a la que le había enamorado vista de lejos en los pa- seos y en los teatros, con aquel ma- tiz de tristeza tan simpática en el rostro, y aquella dulzura de miel en los ojos. Y muy distinta hasta llegar a ser opuesta, a la que más tarde 218 JOAQUÍN BELDA había conocido en la intimidad de aquella alcoba, entregándose sin re- servas en cuerpo y en alma, perdo- nando con una sonrisa de bondad cualquier inconsciente torpeza de él, como si quisiera hacerse perdo- nar a fuerza de halagos la miseria de aquel cuerpo que le ofrecía, des- pués de haber sido manoseado por todos* El contraste era tan brusco, tan inesperado; fueron tantas las ilusio- nes que de un golpe se derrumba- ron en el corazón del muchacho, no- vato en esto de las coces femeninas, que quedó anorfadado en el espacio de unos segundos, e invadido de re- pente por ese cansancio, psíquico más que material, que dejan tras sí las discusiones muy violentas. TKAVIATISMO AGUDO 219 Como aún no tenía la experiencia suficiente para saber que estas cri- sis femeninas no tienen más tera- péutica que la fuga o la estaca, de- jóse caer en una silla, renunciando a hacer más preguntas. En la estancia, callados y quietos los dos, no se oía más que la respi- ración un poco agitada de la golfa^ que de vez en cuando hacía gestos como para quitarse del pecho un peso imaginario. Una idea vino a la mente de Da- niel, que casi se había quedado va- cío de ellas: él había oído decir a su hermano que la mayoría de las mu- jeres, al llegar todos los meses a esa lucha con su propia naturaleza, que, a diferencia de otras luchas in- cruentas, no acaba nunca sin san- 220 JOAQUÍN BELDA gre, sufren tremerulas crisis de mal- humor, de verdadera antropofobia, y durante ellas, al hombre que está a su lado no le queda mas recurso que convertirse en mártir, hasta que pase la inundación, o lomar a broma todos sus episodios, si es que tiene suficiente fuerza de espíritu para ello. A veces, en las casas pú- blicas, las pupilas, al llegar a ese trance mensual, son retiradas pro- visoriamente del comercio con la parroquia; ello ocurre no ya como cree el vulgo, para que no mancillen la ropa interior de sus amantes de una hora con la púrpura de sus due- los interiores, sino para evitar que el buen parroquiano que ha dado su dinero para pasar un rato de solaz se encuentre encerrado en una ha- TRAVIATISMO AGUDO 22l bitación con una perrita hidró- foba. ¿Sería ésta la causa del estado actual de Leticia?... Daniel, de muy buena gana, hubiera formu- lado la pregunta, pero se contuvo al pensar que acaso la respuesta no fuera todo lo amable que él la soñara. De pronto Leticia se levantó y abandonó la estancia sin decir pala- bra. Unos minutos después, Eladia entró, y muy azorada, le dijo: —De parte de la señorita que la dispense usted por hoy, pero que no se encuentra bien. Aquello quería decir que debía marcharse a la calle. Y atontado, avergonzado también ante la muchacha, salió al vestíbu- 222 JOAQUÍN BELDA lo sin saber qué decir ni casi qué pensar. En su espíritu, sobre toda otra sensación, flotaba una invencible de asco. Al día siguiente, cuando salió al comedor, donde ya le esperaba su hermano para almorzar, la criada le entregó una carta. No conocía la letra del sobre y la abrió con toda tranquilidad. Era de Leticia, y decía esto: — «Daniel: ya beo que heres un sinberguenza. Yo me he equivoca- do al creerte una persona desente, pero aun es tiempo de deshacer la equivocación. Donde has pasado la noche de ayer puedes pasar otras. No buelbas por casa, pues tienen orden de no abrirte la puerta. Adiós; hasta nunca.— Leticia.» 224 JOAQUÍN BELDA Sobre todo el tumulto de rabias y deseos que la lectura produjo en el joven, había una necesidad imperio- sa de demostrar a aquella loca que lo que decía en su carta no era ver- dad. O la habían engañado, o aque- llo no era más que un pretexto para romper — de modo bien cruel por cierto— el encanto de unos amores que él creyó la razón de toda su vida en lo sucesivo. Porque la noche anterior la había . él pasado sólito en su cama, donde se metió, por cierto, antes de las nueve; ni humor le había quedado para salir con su hermano al café o al teatro, como otras veces. Debió pintársele en la cara el efec- to de aquellas líneas, porque el her- mano, que, aunque no mucho mayor TRAVIATISMO AGUDO 225 que él, le trataba siempre como un padre tolerante, le dijo: —¿Puedo yo leer esa carta? Daniel, con un gesto de supremo desaliento, se la dejó caer sobre la mesa del comedor. —Sí, hombre; mira qué infa- mia. Desde el principio estaba al co- rriente de la aventura del pequeño. No le había parecido mal ni bien, pues en estas cuestiones del amor era partidario de comprar rábanos siempre que pasasen, aunque sin en- tusiasmarse demasiado con la com- pra. Leyó la carta, y se limitó a de- cir, torciendo la cabeza: —¡Vaya por Dios! —¿Qué te parece? —Nada, hombre; eso no tiene im- 15 226 JOAQUÍN BELDA portancia. ¿Es el primer disgusto que tenéis? — ¡Claro! —Bueno. Ya comprenderás que alguno habría de ser el primero. —Sí, pero es que, como sabes, eso que dice ahí es mentira. —Es igual; te proporcionará el mismo disgusto que si fuera verdad. Para las mujeres— y perdona esta distinción filosófica — no existe la verdad objetiva: no hay más que la subjetiva, la que a ellas se les mete en la cabezota, aunque sea una idio- tez. — ¿Tú qué crees, que la habrán contando algún chisme? —Puede ser, pero no hace falta. Basta con que ella sólita lo haya so- ñado. TRAVIATISMO AGUDO 227 Daniel no almorzó; después de estar un largo rato silencioso, echó- se a llorar, y el hermano tuvo que consolarle como a un nene al que le acaban de romper su mejor juguete. Salieron juntos a la calle y... a las seis— su hora de siempre— Daniel separóse de su hermano y se plantó en casa de Leticia. Tuvo que llamar dos veces, y Eladia le abrió la puerta para de- cirle: —La señorita no está. —Sí está. Dígala usted que sólo quiero decirla una palabra. —Que no está, señorito^ de ver- dad... Parecía sincera; Daniel no sabía si creerla o no, y, en la duda, tam- poco' sabía qué hacer. Al pie de la 228 JOAQUÍN BELDA escalera oyó una voz dando las bue- nas tardes a la portera; juraría que era la suya. Se asomó, y, en efecto, era Leticia que acababa de dejar el coche a la puerta, y entraba en aquel momento en el ascensor. No le había engañado Eladia. La esperaron en el rellano: la doncella, firme en la puerta, para que la señorita viera que había cum- plido la consigna de no dejarlo en- trar; Daniel porque esperaba que al menos alh', casi a la vista de los ve- cinos, no se atrevería a hacerle una escenita como la del día anterior. La golfa le vio aun antes de salir del ascensor. Se hubiera dicho que esperaba encontrárselo, pues no hizo el menor gesto de asombro. Únicamente para marcar bien las TRAVIATISMO AGUDO 229 distancias delante de la muchacha, le dijo: — ¡Ah! ¿Está usted aquí?... Y como él no respondiera, entró en la casa y se volvió para decirle: —Pase . . . ¿Porque supongo que no querrá usted quedarse en la esca- lera?" La obedeció maquinalmente. Le recibió como a visita de cumplido; y para que no se hiciese ilusiones, túvole un rato largo aguardando en el salón mientras ella se mudaba de ropa. Cuando entró por fin, el joven fué a ella iniciando un sollozo. ■—¡Leticia! Pero ante su frialdad, un poco grotesca, cortó de repente toda ex- pansión. 230 JOAQUÍN BELDA — Te he recibido porque no he querido dar un escándalo en la es- calera y delante de la muchacha; pero ahora mismo me vas a hacer el favor de marcharte. Esta vez no la obedeció. Quiso hacer un alarde de dominio; al fin, era el macho y debía imponerse. —Bueno; pero todo eso, ¿por qué? —¿No has recibido una carta mía? —Claro que sí; la traigo aquí para que me expliques, para que me di- gas ahora mismo... — ¡Ah! ¿Soy yo la que tiene que explicar? — ¡Naturalmente! Lo que en ella supones es una infamia, una menti- ra. Yo no me he movido anoche de mi casa. Ella se echó a reír de un modo TRAVIATI5M0 AGUDO 231 antipático, con una risa fría y des- garrada que revelaba el estado anormal de sus pobres nervios. El rostro mismo se le transfiguraba, como si una careta enfermiza abul- tase sus facciones. -—Eres tú muy poca cosa para to- rearme a mí, ¿lo entiendes? No te molestes en negar; no me lo ha con- tado nadie; te vi yo misma. Si Daniel se hubiera parado a re- flexionar, hubiera comprendido que aquella mujer no era responsable de lo que decía; en lugar de eso, in- curriendo en un error muy común aun entre hombres corridos y expe- rimentados, empezó a discutir con ella, queriendo convencerla de que mentía. Era como si un caballero enviase 232 JOAQUÍN BELDA SUS padrinos a un asesino: las ar- mas serían siempre desiguales. —Pero ¡qué has de ver, criatura, qué has de ver! Sin duda tratas de volverme loco. Yo no salí de casa; te han engañado, te han contado un chisme, Dios sabe con qué inten- ción... —¡Engañarme! Sería la primera vez. —Pues mira: por lo menos dime quién ha sido el hijo de mala madre que te ha contado ese infundio. Pón- melo delante, y a ver si en mi cara se atreve a repetir su mentira. Se exaltaba, se enfurecía; daba en el suelo unas patadas muy fuer- tes, y tenía el cuello hinchado y los ojos muy brillantes. Y lo que más le indignaba, lo que llevaba su fu- TRAVIATISMO AGUDO 233 ror al paroxismo, era ver la tran- quilidad de ella, su risita de hielo, como si estuviese gozando con su rabia. Por primera vez corrió por su ce- rebro una idea: Leticia era una mala mujer, una bestia de cerebro obtuso, que disfrutaba martirizando a los hombres, como para vengarse así de toda la humillación de su vida. Y como si le adivinase el pen- samiento, vino a confirmar la idea con sus palabras. — Yo tengo mucho amor propio, ¿lo entiendes? No son celos, no es cariño; te juro que no te he querido nunca; que se me muera mi hijo si miento. Es orgullo, es mi dignidad de mujer, solicitada por todos, la que no puede consentir que un 234 JOAQUÍN BELDA mocoso como tú me tome el pelo. —Está bien; pero dime quién te lo ha dicho... Pónmelo delante... La ^olfa tomó de pronto una re- solución; púsose delante del chico, alzó la cabeza como para lanzar un reto, y le dijo: —¿De veras? ¿Quieres que te lo diga en tu cara quien m.e lo ha di- cho a mí? Daniel dio un aullido para decir: -¡¡Sí!! —Bueno, pues espera aquí un mo- mento; te aseguro que vas a quedar bien servido. Y salió. El muchacho dejóse caer en una silla. No podía más; estaba extenua- do, como si hubiese hecho un es- fuerzo corporal de varias horas; el TRAVIATISMO AGUDO 235 pulso, la respiración, toJo en su cuerpo parecía haber empiendido una carrera desenfrenada, como si se le hubieran roto todos los re- sortes. ¡Las mujeres! Sin haberlas visto hasta entonces más que de lejos o en la fugaz intimidad de una alcoba a tanto la hora, nunca se las había imaginado así. Ofendían al hombre en lo más noble de su ser: en la ra- zón, en la lógica, exasperándolo a fuerza de absurdos y de disparates, como si hubiesen descubierto su verdadero talón de Aquiles. Pronto una idea de mayor interés vino a sobreponerse a las demás: Leticia iba a volver acompañada del infame calumniador o calumnia- dora. ¿Quién sería? Alguna persona 236 JOAQUÍN BELDA de la casa. Rosalía tal vez, gaiK)sa de alejar de su hermana a un indi- viduo que tan poca utilidad le re- portaba.. . O acaso fuese un extraño, que estuviese ahora allí por casua- lidad; una de esas vendedoras alca- huetas que, envidiosas de la dicha ajena, no saben vivir sino destilan- do baba con que amargar las horas felices de los demás. Pero el que fuera iba a venir, y bueno era prepararse; tal vez tu- viera que dar un puñetazo como final de la discusión, y Daniel púso- se en pie, como postura más venta- josa para la lucha. La golfa le sorprendió dando grandes paseos por la estancia y haciendo en el aire grandes flexio- nes de brazos, como un campeón de TRAVIATISMO AGUDO 23' boxeo que as:uarda la llegada a la pista de su rival. Venía sola; en la mano derecha agitaba en el aire un paquete no muy grande, que Daniel no supo lo que era. —Aquí está— dijo Leticia aproxi- mándose a una mesita que había junto al balcón. — ¡Ah, vamos!— pensó el mucha- cho—. Se trata de una carta, ün anónimo sin duda, que esta infeliz se ha creído como si fuera el Evan- gelio. — V^nacá...; verás. Se había sentado ya ante la mesa. Daniel al acercarse vio mejor. No era una carta, como él había su- puesto: era un montón de ellas, una baraja, que su amiga se disponía a 238 JOAQUÍN BELDA extender en la mesa. ¿Qué quería decir aquello?... La miró con cierto miedo. ¿Se habría vuelto loca del todo aquella mujer y estaría él en peligro encerrado con ella a solas en una habitación? La cosa le pareció tan incon- gruente con lo que habían hablado hacía unos minutos, que creyó ha- llarse en presencia de uno de esos procesos de disociación mental, en que los dos interlocutores de un diá- logo parecen hablar idiomas dis- tintos. Una fila de cartas iba ya extendi- da sobre el tablero; señalando a una sota de oros que había caído la se- gunda, dijo Leticia: —Mira, éste eres tú. Daniel la miró, y se hubiera echa- TRAVIATISMO AGUDO 239 do a reir de no inspirarle repulsión y lástima a un tiempo el rostro de ella; era una cara descompuesta, febril, como esa de los morfinóma- nos contumaces cuando van entran- do en su nirvana gracias a la droga bendita. Quiso aclarar, convencerse hasta dónde llegaba la fe bruta de aquella mujer en el hechizo mágico de una cabala de portera. —Bueno; pero esto.. . ¿qué es? Mientras echaba las cartas de la segunda ñla, le contestaba: —Esto es la verdad, hijo mío; toda la verdad. Las cartas no enga- ñan nunca; yo he sabido siempre por ellas lo que me iba a ocurrir en la vida... Anoche te las eché tres veces. Verás... Mira... Tú con una mujer... con pasión... Aquí se atra- 240 JOAQUÍN BELDA viesa un hombre... Sin dinero... Vas a hacer un viaje... Los naipes iban saliendo del mon- toncico de su mano izquierda, para caer sobre la mesa como fallos in- excusables del Destino. Y los car- toncitos, con sus colorines lumino- sos y brillantes, hablaban de oro unas veces con el amarillo» de san- gre con el rojo, de esperanza con el verde... Nada en su desfile parecía arbitrario, sino más bien metódico y ordenado a un fin, como si un po- der misterioso que no puede equivo- carse fuera tirando de cada uno de ellos con el hilillo invisible de sus mandatos. Por un momento, Daniel sintió el contagio del más allá; sí, en aque- llas cartas, que a él de ordinario no TRAVIATISMO AGUDO 241 le habían parecido útiles más que para armar un tute o desgranar las sorpresas de una brisca, estaba todo: el pasado y el porvenir, la evocación y la profecía, la vida en- tera con sus dolores, sus desenga- ños, sus sombras, y sus alegrías también de cuando en cuando, para que sirvieran de contraste a todo lo demás. Pero fué una ráfaga, un instante tan sólo; de pronto recordó lo que él había hecho la noche anterior, su castidad absoluta, aun de pensa- miento, y sintió la necesidad de ex- presar de un modo material todo su desprecio por aquellos cartones que sólo decían mentiras. Fué como una descarga, un arran- que en el que casi no intervino su 16 242 JOAQUÍN BELDA voluntad, y sí sólo el desperezo vio- lento del organismo; el joven asestó tan tremenda patada a la mesa, que el mueble — ya de suyo frágil— que- dó dividido en dos: a un lado las pa- tas fueron a parar casi a la puerta del gabinete, mientras el tablero, con toda la baraja encima, empren- dió un vuelo por toda la habitación, yendo por fin a posarse encima de una escupidera. Leticia lanzó un grito, que fué de susto y rabia a un tiempo. Era como el sabio que a punto de terminar en su laboratorio la confección de una fórmula, viera como le inutilizaban de un golpe todos sus trabajos. Puesta de pie fué como una furia hacia su amante, que se había refu- giado en un rincón no sabía por qué. TRAVIATISMO AGUDO 243 En el camino hasta llegar a él lan- zóle a la cara un par de insultos que Daniel sólo había oído una vez en una riña de verduleras en la calle de la Ruda. Leticia, transfig'urada, como po- seída repentinamente por el demo- nio, abrió la mano 3^ la dejó caer so- bre la mejilla derecha del mozo. Lo que siguió fué algo muy boni- to: la golfa sintióse cogida por el cuello, V zarandeada como si se lo fueran a separar del tronco; para defenderse clavó sus uñas en la ca- beza de Daniel y tiró de sus pelos, como quien saca un corcho de una botella a fuerza de puños. No tarda- ron en caer los dos al suelo, unidos en un abrazo de rabia; en la caída les acompañó un pedestal que había 244 JOAQUÍN BELDA en el rincón manteniendo un gijS^an- tesco tibor, en el que lucían unos claveles. Puede que fuera uno de los añicos del cacharro el que se clavó en la mejilla de ella, o acaso los dientes de él, que mordían sin saber dónde y queriendo saciar una rabia que los apretaba en frecuentes convulsio- nes. Mas lo cierto fué que Leticia notó que se le metía por la boca un líquido viscoso, y al llevarse la ma- no la retiró manchada de sangre. Todo ello ocurrió en una tregua de la lucha; Daniel fijóse también, y vio a su amante tendida en el suelo y lloriqueando, como en los prelu- dios de un ataque de nervios. Un desorden de muebles les rodeaba, y los pedacitos del tibor roto forma- TKAVlATlbMü AGUDO 245 ban como un charco de agua helada junto a sus cuerpos, amenazándo- les al menor movimiento con sus aristas puntiagudas. Los claveles, muy rojos, estaban también allí, casi entre los cabellos de la golfa, y la mancha de sangre de su rostro parecía un clavel más que hubiera tenido el capricho de caer allí en el fragor de la batalla . El, por su parte, ya tenía bastan- te; fué a levantarse con ánimo de marcharse a la calle dando por ter- minada la. .. discusión, cuando sin- tió que una mano crispada, una ver- dadera garra, le atenazaba por los alrededores de la entrepierna. Fué un milagro que no dejase allí una buena parte de su virilidad; hizo un esfuerzo brutal para librarse de la 246 JOAQUÍN BELDA tenaza, y, dando un alarido espan- toso, caj'ó de nuevo sobre el cuerpo de aquella fiera. Reanudóse la batalla, y ahora con más violencia; todas las armas eran lícitas: el mordisco, la patada, el arañazo, el tirón de los pelos... Da- niel tenía la ventaja de estar enci- ma y poder así dominar con el peso de su cuerpo los espasmos epilépti- cos de aquella desgraciada. Pero, aun así, muchas veces tenía que echar mano de todo su poder, para dominarla nada más que a medias, evitando que Leticia, con una con- vulsión más fuerte, diera la vuelta y le cogiera debajo. A veces se sentía alzado en vilo, como si la bestia en que cabalgaba arquease el lomo para deshacerse TRAVIATISMO AGUDO 247 de su carga. Y todo ello acompaña- do de un repertorio de frases y de insultos, que hubieran puesto ber- mejo a un plantío de arroz. —¡Canalla! ¡Hijo de tal!... ¡De aquí no sales hasta que no te haya retorcido los... péndulos!... ¡Ma- rica! De pronto cesaron los floreos. El cuerpo de ella se distendía poco a poco en un desperezo voluptuoso. Se diría que sus golpes se hacían más blandos, más torpes, como un puño que alzado en alto para dar una bofetada se convirtiese en ca- ricia al llegar a la faz. En la lucha, a él se le había descosido una man- ga, y ella tenía en la blusa un des- garrón oblicuo que la cogía todo el pecho. Por la abertura, como por 248 JOAQUÍN BELDA los bordes de una herida, salía una de las magnolias de los senos, apun- tando a las estrellas. Y fué su misma mano derecha la que cogió una de las del chico y la posó allí, sobre el vértice rosado del limón, como una cataplasma. Al mismo tiempo, y sin que supieran cómo, sus cuerpos fuéronse aco- plando maravillosamente en 'postu- ra de medallón griego. . . Y así, lle- gó un momento en que él no tuyo más que dar el impulso... Ya no se martirizaban: eran unas caricias ávidas, pegajosas, que por caminos distintos a los de antes lle- gaban también a producir dolor, pero un dolor de deliquio místico, como de desvanecimiento en el fon- do de una entrega mutua, que pare- TRAVlATiSMO AGUDO 249 cía la última etapa de un largo su- plicio. Fué un placer enfermizo, prolon- gado así más que nunca por aque- lla excitación artificial, que, a él so- bre todo, llegó a causarle miedo. . . Y ese miedo entró como un compo- nente más en la totalidad del goce inaudito . Quedaron tronchados, como va- ciados por dentro. Ella, cuando pudo hablar, quiso confesárselo todo; nunca habla llegado tan a lo hondo en el abismo del gozar. De todo lo anterior, de aquellas escenas repug- nantes de burdel, no se acordaba, como si todo hubiera sido una prepa- ración sádica para llegar a lo otro. De pronto se levantó como si la hubiesen pinchado. 250 JOAQUÍN BELDA —Y ahora márchate. Perico va a llegar de un momento a otro. Ni sé cómo no está aquí ya; es su hora. Se despidió con una lluvia de ca- ricias, y le exigió que volviera aquella m.isma noche a las diez. Dormirían juntos. Ya en la misma puerta, le dijo: —¡Anda, malo! ¡Más que malo! ¡Si yo no te quisiera como te quie- ro!... Eso quería decir que, a pesar de tociOj no daba su brazo a torcer. Se- guía creyendo que su novio la había engañado con otra mujer la noche antes, pero que ella, en un arranque supremo de hembra generosa, le perdonaba la infidelidad. Ocurrió que Manolo y Daniel se hicieron amigos. Fué del modo más sencillo del mundo: una tarde se encontraron en la misma puerta del piso, cuando Daniel llegaba y Manolo salía. El tropezón fué tan brusco, que no fué posible disimular; quedáronse un rato sm saber qué decir, hasta que Manolo se decidió. — (•'Viene usted a ver a Leticia?... Puesno entre usted; yo leexplicaré... Le chocaba al otro lo muy bajo que hablaba, pero se dejó llevar cuando Manolo, siempre en el mis- mo tono de voz, añadió: 252 JOAQUÍN BELDA —Vamonos a la calle; aquí estor- bamos. Bajaron la escalera en silencio, y sólo cuando ya estuvieron fuera de la casa se decidió a hablar. —Es que está ahi dentro el otro: ya sabe usted... Retamares. -¡Ah! —Sí, ha venido cuando nadie lo esperaba, pues nunca viene a esta hora. Yo le traia a Leticia unas fruslerías que me encargó anoche que la comprara, y he tenido que volverme desde el recibimiento. ¡Es un fastidio! Con estas mujeres así no se está tranquilo nunca. Usted lleva aún poco tiempo, pero ya ve- rá... Ya verá, cuándo tenga que pasarse dos horas hecho un rollo dentro de un baúl. tRAVIATISMO AGUDO 253 Daniel no sabía qué actitud to- mar ante este individuo que le hablaba con una repentina familia- ridad de camarada, como si estu- viera enterado de todo. Le cono- cía sólo de vista, pues le había visto entrar y salir en la casa al- guna vez. Al preguntar a Leticia quién era, la golfa le había contes- tado siempre, como no dándole im- portancia: —Es el novio de mi hermana. Pero Manolo tenía el don de cap- tarse en seguida la confianza de las gentes, y Daniel empezó a sentir la necesidad casi física de expansio- narse con él. —¿Hace mucho que conoce usted a Leticia? — ¡Uyt Un rato... ¡Es una pena! 254 JOAQUÍN BELDA Es una mujer muy simpática, pero está completamente loca. — ¿Cree usted?... —No le quepa duda... Eso mismo que hace con usted un día sí y otro no, ¿puede hacerlo una mujer que esté en su sano juicio? El muchacho se quedó absorto. Aquel individuo estaba enterado de todo; por lo visto era uno de esos falderos domésticos que escuchan detrás de las cortinas y de las puer- tas lo que pasa en el sag^rado de las alcobas. Bien es verdad que para enterarse de los gritos de Leticia no era preciso escuchar con ahinco; los debía oir todo el barrio. Porque la escena de la lucha gre- co-romana se había repetido mu- chas veces. En aquel mes de Junio TRAVIATISMO AGUDO 255 había llegado a ser casi diaria. La piculina, víctima de unos celos ho- rribles, martirizaba a su amante con los más feroces insultos, enfu- reciéndole hasta lograr que la pe- gase, y entonces se abrazaban los dos en una pelea, al final de la cual venía siempre el mismo pasmo en- fermizo, en una muda reconcilia- ción de bestia cansada. Daniel, cuya naturaleza joven no precisaba aún de estos excitantes, empezaba a encontrar todo esto fa- tigoso. Salía a diario de aquella casa como quien sale de la cárcel, y la fatiga aumentaba al ver que Le- ticia, fuera del momento fugaz de la entrega, sentía hacia él una repug- nancia invencible que no se cuidaba mucho de disimular. 256 JOAQUÍN BELDA Inventaba mil cosas para moles- tarle. A veces lo tenía media hora aguardando en la escalera, negán- dose por la mirilla a abrirle la puer- ta; otras procuraba citarlo a una hora en que estuviera en casa Re- tamares, y lo hacía pasar al gabine- te que precedía a la alcoba, para que oyera desde allí los relinchos de Pe- rico... Ya habla pensado más de una vez en romper aquella cadena forjada con tanta miseria; en la tarde de hoy, el instinto le hizo echarse en brazos de Manolo, presintiendo que iba a hallar en sus palabras la ener- gía que le hacia falta para deci- dirse. — Sí que es una mujer... —¡Pobre! Y no es ella sola: son TRAVIATISMO AGUDO 257 todas, o casi todas las de su gremio. — ¡Pues si que está bueno el gre- mio! — ¡Ah! Lo conozco muy bien..., por mi desgracia. ¡Las cortesanas! ¡Las modernas sacerdotisas de Ve- nus!... Lo que fué en Grecia un cul- to, una vocación que se perfeccio- naba con el estudio, se ha convertí- ao ahora en un oficio, en una carre- ra como las demás, en la cual se ingresa de dos maneras igualmente funestas: o por un desequilibrio vi- cioso del organismo— éstas son las menos—, o como resultas de una gran temporada de hambre amasa- do con el abandono. Fíjese usted que todas ellas, tan* doradas y atractivas al exterior, parecen te- ner como un agravio que vengar de 17 258 JOAQUÍN BELDA los hombres, como un rencor que viene de lejos: el agravio del prime- ro que las engañó abandonándolas después; el rencor de los días de hambre, que sólo se sació cuando se entregaron. Y luego, con ese prece- dente, la vida que llevan, sobre todo en sus primeros años: una vida rota, desequilibrada, de continuo desgas- te de nervios, cortando el sueño para salir a una juerga o de visita con un amigo, comiendo a deshora y sin gana, por aquello de que hay ' que hacer gasto. Esto en lo físico; en lo moral, imposibilitadas de cul- tivar una ilusión, de abandonarse a un capricho; cambiando a diario de humor tres o cuatro veces... ¿Qué mucho que en ellas se desarrolle con ímpetu ese germen de histeria TKAVIATISMO Aí.UDO 259 que toda mujer lleva dentro? Sería un milauro lo contrario. — ¡Es verdad! —¡Créame; usted es demasiado jo- ven y acaso se burle de mis pala- bras, pero desgraciado del que tome en serio a una de estas mujeres. Para una hora, para un pasatiempo, son adorables y hasta necesarias; para vivir con ellas son odiosas. No es la Moral ni la Religión la que nos debe apartar de ellas, es, sim- plemente, el instinto de conserva- ción. —Ya ve usted, y^ sin embargo, hay quien ha querido poetizarlas, idealizarlas. ¡EseDumas! \EsaDama de las Camelias! —No, perdone; yo creo que a Du- mas se le calumnia. El novelista 260 JOAQUÍN BELDA tiene razón; lo que pasa es que so- bre su obra, como ocurre siempre, ha puesto el vulgo muchas cosas. El pinta a Margarita como un caso de excepción, como una rareza, uno de esos tipos anormales que nacen con tres manos o un ojo en la fren- te, y cuya misma anormalidad les hace vivir muy poco. Bien claro lo dice en el prólogo de su libro. Y por muy pesimista que se sea no cabe negar que el tipo puede darse alguna vez. ¿Cuántas?... Esto es lo grave; si se pudiera hacer una esta- dística de estas cosas quedaríamos horrorizados; acaso una de cada diez o doce mil. Las demás, créame, basura, fango venido de muy abajo, camp*^sinas, porteras, criadas.;, que c onservan siempre el sello de lo que TKAVIATISMO AGUDO ¿n\ fueron como un olorcillo que se es- capa de entre las sedas de su ropas. Daniel estaba maravillado; aquel individuo predicaba muy bien, pa- recía uno de estos personajes de co- media moderna que salen a escena a dar sanos consejos a todo el mun- do, como si en todas las cuestiones hubieran llegado al fondo de las cosas. Hablando, hablando, se habían -subido por los altos del Hipódromo y estaban ya en pleno campo. La, tarde, de fines de Junio, era una de «sas tardes radiantes y calmas del principio de verano, en que sobre el azul nácar del cielo parecen tener un sentido más claro las cosas v las ideas. Poniendo ahora el dedo en la lia- 262 JOAQUÍN BELDA ga, en la herida que aún sangraba en el corazón del muchacho, Mano- lo añadió: — Hay quien no lo puede remediar y, engañándose a sí mismo, se ena- mora de una de estas desdichadas. Las ven un día muy tristes y muy lánguidas en un paseo o en un tea- tro, mirando con los ojos a lo alto^ como ansiando un consuelo a su de- solación. Y como la melancolía es siempre un signo de distinción es- piritual, las creen muy espirituales. ¡Bah! Todo eso es traviatismo, poca vista. Si supieran que, en la mayor parte de los casos . esas murrias y esas tristezas son de origen gástri- co!. . Y un día Daniel se decidió. Lle- vaba cuatro sin ver a Leticia, por no haberla encontrado nunca en casa, o porque ella se negaba; pero la noche antes una compañía de ópera veraniega puso en escena La Traviata^ y el muchacho acudió a oir la partitura de Verdi. Se la sabía de memoria, pero no la había oído desde hacía algunos años. Fué como si con un palo muy largo fueran removiendo los posos que ya estaban casi dormidos en su alma. Por encima de todo culminó en él la idea de que Leticia, como todas las del gremio, no era más 264 JOAQUÍN BKLDA que eso: una desgraciada; y sus ner- vios, sus malditos nervios, que ha- cían difícil la estancia a su lado para todo hombre equilibrado, eian un componente más de esa desgra- cia. Desde luego, ella no tenía la cul- pa. Se trataba de una enferma, de una victima, y todo era lícito con ella, menos abandonarla a su propio mal. Y de repente, perdonándolo todo, . olvidando la suma de miserias y ruindades de aquellos últimos meses, formó el propósito de verla al día siguiente, de echarse a sus pies pi- diéndola perdón. .. no sabía de qué, y dedicarse en adelante a curarla . en fuerza de cariños y solicitudes. Fué un ataque nuevo de mayor TRAVIATISMO AGUDO 265 virulencia que los demás, de aque- lla enfermedad que Manolo había bautizado con el nombre de travia- tismo. Pero a Daniel ahora no le importaban las palabras; era como si de un salto hubiese vuelto a la confiada vehemencia del primer día, de aquella noche memorable en que habló con Leticia en el teatro de la Zarzuela. Después de todo, ella ha- bía hecho con él lo más que puede hacer una mujer de estas de cuerpo y alma profanados: entregársele sin interés material; darle gratis lo que a los demás cobraba siempre a buen precio. Llegó, y Leticia le recibió en se- guida. Hoy no había salido, y ade- más estaba de un humor excelente. Como después de uno de aquellos 266 JOAQUÍN BELDA arrechuchos lo primero que perdía era la memoria, no hizo la menor alusión al último, y claro que Da- niel se guardó muy bien de recor- dárselo. El joven, como si quisiera empe- zar en aquel instante una aventura nueva, la habló con el fueg"o de los primeros días; casi repitiendo las primeras palabras del antepalco, iniciando otra vez la conquista de lo que había sido ya suyo. Ella le oía con extrañeza, v son- riendo complacida, se limitaba a de- cirle de cuando en cuando: — Pero, cómo estás hoy. . . De pronto, cual esas tormentas que descargan de improviso, sin dar tiempo a la gente a guarecerse en los portales, la cara de la golfa se TRAVIATISMO AGUDO 2h7 ensombreció como si hubiera caído en ella un velo de ceniza. Alzóse del asiento, y con una voz desgarrada de antipatía suprema, cortó la frase al muchacho, diciéndole: — ¡Bueno, déjame en pazi Daniel se quedó frío; todos sus proyectos vinieron a tierra. Sin em- bargo, aún quiso probar. —Pero ¿qué te pasa, mujer? ¿Por qué te pones así de pronto? Ella se volvió mirándole, como si Daniel le hubiera dicho el más feroz de los insultos. Avanzó hacia una mesa que había en el centro del ga- binete, v tomando de ella una ban- deja de metal, la arrojó al rostro del joven como un disparo. Pudo evitar el golpe, pero el chis- me le dio de filo en la muñeca. Ape- 268 JOAQUÍN BELDA ñas tuvo tiempo para coger el som- brero en el vestíbulo y salir a la es- calera dando un portazo. Dentro se oía la voz de Leticia, como un au- llido, desgranando una nueva sarta de improperios. Claro que ahora se iba para siem- pre. Por lo visto le iba en ello la vida, pues no cabía duda que si Leticia poco antes, en vez de una bandeja de metal tiene un revólver al alcan- ce de la mano, lo dispara lo mismo. De todos los finales de amores que él había visto en las comedias y las novelas, no recordaba ninguno que se le pareciera a aquél. No podía negarse que era un final traumáti- co, y que de un golpe, como por arte de magia, le había curado de su traviatismo. TRAVIATISMO AGUDO 2t)9 En la esquina de la calle de Lista se cruzó con un chico que venía muy tumbado en su cochecito em- pujado por el ama. Era Santitos. Daniel miró con simpatía a aquel hijo de... el caos. Le pareció— gor- dito y colorado como estaba— una de esas flores que se crían lozanas en un montón de estiércol, sin que se sepa quién ha echado allí la si- miente. Era igual: Santitos crecería y con el tiempo tal vez llegaría a minis- tro. FIN BIBLIOTECA HISPANIA OBRAS PUBLICADAS COLECCIÓN HISPANO-AMERICANA Pesetas Primera parte de la Historia del Pe^ú, por Diego Fernández, el Palentino, to- mos I y II, cada volumen en 4.° 7,50 Corona Mexicana. — Historia de los Mote- auniaSy por el P. Diego Luis de Motezu- ma, en 4.°, 512 páginas 7,50 COLECCIÓN ROSA PARA LAS FAMILIAS Genoveva, novela, por Alfonso de Lamar- tine, 378 páginas en S.*» 3,00 La Leyenda Dorada, (Vidas de Santos), por Jacobo de Vorágine, tomos I y II, cada volumen 3,C0 SECCIÓN GENERAL Lámparas votivas, poesías^ por Francis- co Villaespesa 3,00 Como buitres..., por Manuel Linares Rivas 3,00 La fuerza del mal, por Manuel Linares Rivas 3,50 Obras completas, por Manuel Linares Ri- vas. — Tomo I: La Cisaña, Aire de fue- Pesetas ra, Porque si. — Tomo II: El abolengo, Marta Victorta, Lo posible.— Tomo III: La estirpe de Júpiter, Cuando ellas quieren.... En cuarto creciente. — To- mo IV: La divina palabra. Bodas de plata. — Tomo V: Añoranaas, El ídolo. Clavito— Tomo VI: La Rasa, Flor de los Pasos, — Tomo Vil: Doña Desdenes, El caballero Lobo, cada tomo 3,50 Tapices viejos, por Eduardo Marquina. . . 3,50 Frente al mar, por José López Pinillos (Parmeno; 3,00 Coplas, por Luis de Tapia 2,50 Don José de Espronceda: su época, su vida y sus obras, por José Cáscales Mu- ñoz 4,00 La Política de Capa y Espada, por Euge- nio Selles 5,00 La Negra, por Pedro de Répide 1,00 El horror de morir, por Antonio de Hoyos y Vinent 1,00 La Garra (tercera edición), por Manuel Linares Rivas 3,00 Barrio Latino, por Federico García San- chíz 3,00 La espuma del champagne, por Manuel Linares Rivas 3,50 La guerra palpitante 1 3,00 Una 7nancha de sangre (segunda edición), por Joaquín Belda 1,50 El Monstruo, por Antonio de Hoyos y Vi- nent 3,00 Mi Venus, por Joaquín Dicenta 1,00 Pesetas La Cocina racional, por Magdalena S. Fuentes 3,00 Fantasmas, por Manuel Linares Rivas. . . 3,00 Fatal dilema, por Abel Botclho, lomos I V II, cada volumen 2,60 Años de miseria y de risa, por Eduardo Zaraacois 3,50 Presentimiento, ^ov Kám.vdo Zamacois.. 1,50 La Leona de Castilla, por Francisco Vi- llaespesa 3,50 El paraíso de los solteros, por Andrés González- Blanco 1,00 Al son de la guitarra, por Federico Gar- cía Sanchíz 2,00 Toninadas, por Manuel Linares Rivas. . . . 3,50 Utia vida ejemplar, por Diego San José. . 1,50 La enemiga, por Davio Nicodcmi 3.50 E¿ oscuro dominio, por Antonio de Hoyos y Vinent 1,00 En camisa rosa, por Felipe Trigo 3,50 El crimen de Avellaneda, por Atanasio Rivero 3,50 Al margen de la vida, por Baldomero Ar- gente 2,00 Rosalía Castro, por Augusto González Be- sada 2,50 Más chillo que un ocho (segunda edición), por Joaquín Belda 1,00 Los cascabeles de Madama Locura, por Antonio de Hoyos y Vinent 3,50 Los Lázaros, por Abel Botelho 3.50 Las noches del Botánico (segunda edi- ción), por Joaquín Óelda 2,00 18 Pesetas Jesús que vuelve, por Angrcl Giiimerá 3,30 Como Jiormigas..., por Manuel Linares Ri vas 3,50 El caso clínico, por Amonio de Hoyos y Vineni 0.95 La mujer española, por S. y J. Álvarez Quintero 1,00 La Procesión del Santo Entierro, por An- tonio de Hoyos y Vineni 0,95 La Providencia al quite, por Eugenio Noel 3.50 Terra incógnita, por el Marqués de Cor- tina 1 .50 Memorias de un suicida, por Joaquín Belda 'J.OO Campoamoriana , por A. Ferreira d'Al- meida 1,50 Las chicas de Terpsicore (set^unda edi- ción), por Joaquín Belda 3.50 Los toreros de invierno, por Antonio de Hoyos y Vinent 0,95 La dolorosa pasión, por Antonio de Ho- yos y Vinent) 0,95 El secreto de la sabiduría, por Rafael Cansinos- Assens 1,50 Las zarzas del camino, por Manuel Lina- res Rivas 3,50 El Conde de Valmorcda, por Manuel Li- nares Rivas 3,00 Un pollito *bien», por Joaquín Belda 1,00 La Coquito (quinta edición), por Joaquín Belda 3,50 El martirio de San Sebastián, por Anto- nio de Ho3'OS y Vinent 0,95 Pesctm Traviatisttio afeudo ,{sQ^yxnA3. edición), por Joaquín Bclda ?,00 La atroz aventura, por Antonio de Hoyos y V^inent 0.95 Cada tifio a lo suyo..., por Manuel i^inares Rivas 1 ,00 Las frecuentaciones de Mauricio, por An- tonio de Hoyos y V'inent 3,00 El hombre que vetidió su cuerpo el diablo, por Antonio de Hoyos y Vinent 0,95 El árbol genealógico, por Antonio de Hoyos y Vinent 3,50 La diosa rasón, por Joaquín Belda 3,50 Ninfas y sátiros, por Alvaro Retana 3,00 En cuerpo y alma, por Manuel Linares Ri- vas'. 2,00 La zarpa de la esfinge, por Antonio de Ho- yos y Vinent 0,95 La trayectoria de las revoluciones, por An- tonio de Hoyos )' Vinent 2,50 Cobardías, por Manuel Linares Rivas '.sép- tima edición 2,00 La Farándula, (3.* edición), por Joaquín Belda 3,50 La verdad de la mentira, por Pedro Muñoz Seca 3,00 Anécdotas picantes, por Luis de Oteyza.. . 1,50 La bajada de la cuesta, por Joaquín Belda 1,00 El retorno, por Antonio de Hoyos y Vinent 0,95 El crimen del fauno, por Antonio de Ho- yos y Vinent 0,95 Plática cuaresmal, por la condesa de San Luis 1,25 I I ss s )é »*«^^ -i-/ ^ y^ ^^ K : »* V CO i>- I Universíty of Toronto library DO NOT REMOVE THE CARD FROM THIS POCKET Acmé Library Gard Pocket Under Pat. "Reí. Index FUe" Made by LIBRARY BUREAU -*.. "í ^ ^ V !'■ >■. 4»Í * ií1l^> ,^'' >>. . ^-is^r- (•».-• '